Las noticias son una puñalada diaria. Cada vez más profunda, cada vez más cerca del corazón de un cuerpo social que sangra desde hace demasiado tiempo. El título de este miércoles es que una escuela recibió ocho tiros y otra fue amenazada. La consecuencia es que los chicos no están donde deben estar: en clases.
Es una tragedia de consecuencias inquietantes. La escuela ha sido tradicionalmente el lugar donde no solo aprendemos a leer y escribir. Es también el primer lugar de socialización, donde empezamos a generar comunidad, lazos fraternos. Que los chicos vayan a la escuela es fundamental para construir ciudadanía. Para que adquieran el uso de la palabra, justamente la herramienta que nos puede sacar del maremoto de violencia que hoy nos parte como sociedad. En el precario contexto socioeconómico actual es también la posibilidad de que reciban lo más básico: alimentación.
Los ataques a las escuelas son síntomas de que en materia de violencia se quebraron todos los límites. Que se llegó a lo inimaginable. Que a pesar de que hace más de una década que este es el tema central de la agenda pública de la ciudad y la provincia hoy es peor que ayer y mañana será peor que hoy.
Ayer, en la Cámara de Diputados de la Nación, hubo una situación que de alguna manera explica el fracaso de la política en la materia: una discusión entre la ex intendenta Mónica Fein y el jefe de Gabinete de la Nación, Agustín Rossi, sobre si la responsabilidad es de tal o cual. Es un debate que atrasa diez años. Y que, como ya pasó una y otra vez, apunta a la ventaja política más que al bien común.
Ni unos ni otros construyeron jamás los acuerdos necesarios como para afrontar el drama como lo que es: un problema de Estado mayúsculo que requiere de coordinación y continuidad de políticas decididas y complejas porque, entre otras cosas, hay que abordar los errores y complicidades que permitieron que la situación escalara sin freno.
“Quiero decirle al jefe de Gabinete que hoy en mi ciudad están cerradas todas las escuelas y que los y las docentes estuvieron en las calles para defender a los chicos y a las chicas. Hoy hay más de 25 escuelas que fueron amenazadas o baleadas. ¿Dónde está el gobierno nacional ante esta realidad? ¿Dónde está el plan de seguridad?”, aguijoneó Fein en el Congreso.
“Lo que quiero decirles, casi fraternalmente, es que tienen que hacerse cargo. Doce años gobernaron la provincia, con Hermes (Binner) con (Antonio) Bonfatti y con (Miguel) Lifschitz. Gobiernan Rosario. No quiero entrar en el pasado pero ustedes defendieron a un comisario que estaba acusado (Hugo Tognoli). Todos estamos preocupados por la situación de Rosario. Desde 2012 que vengo planteando que tiene que haber un acuerdo programático de cómo abordar la problemática de la seguridad”, respondió Rossi.
Los dos tienen razón. Pero a la vez no la tienen, porque lo que parecen buscar, finalmente, es esquivar la responsabilidad que les corresponde. Y en ese tren, solo cuentan lo que les es funcional a tal fin.
El socialismo efectivamente estaba en el gobierno cuando la crisis de la seguridad eclosionó. Hermes Binner, el que inauguró la saga de gobernaciones de ese partido, subestimó la problemática, que luego creció ante un enfoque errado: primero que se trataba de una sensación, después que los narcos se mataban entre ellos.
¿Pero qué hizo en aquel tiempo el kirchnerismo, del que Rossi ya era uno de los principales referente en Santa Fe, desde el gobierno nacional? Lejos de ponerse al frente del problema, vio en la crisis una oportunidad para desgastar al socialismo y correrlo del poder provincial. Esa actitud tuvo dos muestras extremas: cuando el diputado Andrés Larroque habló de “narcosocialismo” y cuando el entonces presidente del PJ santafesino, José Luis Freyre, coqueteó con la idea de pedir una intervención federal de la provincia, algo de lo que luego se tuvo que disculpar.
No muy diferente fue lo que intentó después el macrismo, cuando como ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich montaba puestas en escena en las que excluía a la administración socialista para anunciar esclarecimientos que luego se desvanecían, como pasó con la saga de ataques al Poder Judicial que se inició en 2018. "El gobierno de la provincia no merece que lo ayudemos", llegó a decir.
Tampoco la gestión de Alberto Fernández tiene respuestas a la altura de las circunstancias.
Dolor de docente
Esta semana llegó a Rosario3 una carta de un docente que trabajaba en una escuela de un barrio emblemático de la violencia narco: el de los Funes y los Camino, en la zona sur. Ya no está más allí porque pidió el traslado, cansado de tirarse con sus alumnos cuerpo a tierra cuando comenzaba el silbido de las balas.
Los hechos que los medios reflejan en estos días reactivaron su angustia. “Me duele más porque esto se incubó hace mucho, cerca de diez años atrás, en una zona escondida de la ciudad, alejada y de las tildadas como peligrosas en ese momento, cuando empezaron a amenazar a pibas, pibes y familias enteras que debían abandonar sus estudios, y nadie lanzó una estrategia para recuperarlos. Parecía no importarles”, escribió.
Y advirtió que fue entonces que “nos empezaron a matar a nuestras y pibas y nuestros pibes. Pero no eran tan resonantes las noticias, ni los títulos, ni hubo organizaciones convocando marchas contra la inseguridad”.
La falta de respuestas llevó a que muchos docentes “abandonaran esos territorios, utilizando alguna estrategia administrativa como licencias, traslados y hasta renuncia de horas y cargos obtenidos legítimamente, como única alternativa para poder estar protegidos ante esta desolación y abandono”.
Ahora no tiene dudas: “Ese ninguneo o menosprecio a lo que pasaba en ese momento (por solo transitar una «sensación de inseguridad») fue el inicio de lo que hoy estamos sufriendo”.
Gustavo lo recuerda tortuosamente en su carta, que tituló “Por eso duele”: “Sé lo que esto genera en el cuerpo, la piel y la cabeza, lo que significa e impacta en lo humano y en lo profesional”. Y apuntó contra “la puja electoral que deshumaniza el dolor verdadero”.
El tiempo pasó. La situación se agravó. La paz y el orden se convirtió en otra promesa vacía. La angustia de la población crece con una sensación que se profundiza: no hay horizonte de salida para la crisis de violencia e inseguridad.
La política, enfrascada otra vez en la disputa del poder, ayuda demasiado a que la desesperanza se afiance como ancla social.