Me arde, me está quemando, estoy disimulando.
Andrés Calamaro
¿Qué hacemos con lo que nos quema? ¿Cómo reaccionamos con lo que nos lastima? ¿Dónde ponemos lo que nos pesa?
Ante la arena ardiente, ¿conviene correr y atravesarla o quedarse del lado de la sombra y resignarse a ella? Cuando se abre una herida, ¿hay que apurar el paso o detenerse hasta que sane? Si la mochila está tan cargada que no nos permite mantenernos en pie, ¿hay que vaciarla o seguir aunque sea al ras piso?
Vladimir Ilich Tao Tse Tung sentía que no podía más. Que le dolía, que le quemaba, que le pesaba. Cuerpo y alma; ni siquiera podía distinguirlos. El maestro taoísta leninista que inspira está columna y a miles de personas en todo el mundo había caminado mucho en su vida. Pero nunca así. Y nada es gratis.
Era grande Río de Janeiro. Con Vito Nebbia, Rosemary Yorio y Nito Metre habían salido al mediodía del crucero Eugenio B, anclado en el puerto sólo con la estoica Rosa Luxen Virgo a bordo, y ya el sol se escondía detrás del Cristo de os Pescadores del Remançao Valeirao cuando llegaron a Ipanema.
Qué decir de ese recorrido entre el empujón de Rosa Luxen Virgo, ese momento de tormento y de duda para Vladimir, y la llegada al barrio más bohemio de Rio, donde hay más de un músico en cada esquina –en Brasil siempre hubo problemas de superpoblación–, y dos cervecerías artesanales por cuadra (policías no había, por eso la gente llamaba a la radio para quejarse de que no se ven patrulleros, sobre todo en esa época en la que la banda de Os Macacos había sembrado de terror y muerte las calles de la zona sur, donde está la Floresta de Río de Janeiro.)
Ay Río, Río. Grande la cidade. Y quente. Muito quente. Caminaron toda la costanera. Pasaron por el barrio de unos de los clubes de fútbol, uno con camiseta a rayas verticales. Después pasaron por el barrio del otro equipo, el mais grande do mundo, uno con camiseta roja y negra, la que más se ve en Brasil.
Atravesaron toda la rambla, del Pao de Azúcar a Arpoador, entre los barcitos, los ciclistas, las esculturas de arena, los pibes que hacían jueguito con la pelota, con el sol castigando las nucas. Cada tanto paraban y se metían al mar, pero estaba muy caliente y Nito Metre decía que podía haber palometas, así que salían rápido.
Hablaron. Hablaron mucho en esas horas. De amor, de guerras. De amorydeguerras. De futuro. De sueños. De pesares. Se rieron, lloraron, cantaron. También callaron. Hicieron silencio. Se observaron. Entre ellos y cada uno. Vladimir estaba maltrecho. Fue mucho, decía. Fue mucho. Justo él, que nunca se quejaba. Que creía haber aprendido a aceptar y aceptarse. ¿Se aprende alguna vez algo del todo?
Lo cierto es que llegaron a Ipanema, después de pasar el famoso balneario La Floripa (el de la parte paga). Ya sin sol, descansaron un poco en la arena, se metieron otra vez al agua y se internaron en las calles del barrio a preguntar por un nombre que Vito Nebbia pronunciaba despacio, marcando bien las sílabas.
Rápido supieron guiarlos. Todo el mundo parecía saber de quién se trataba. Hace mucho que está acá, explicó Vito Nebbia. Los mandaron a un bar, en una esquina, o a otro bar, justo enfrente.
La música los fue guiando. Casi abduciendo. Un hombre de pelo lacio y lentes grandes tocaba el piano. Otro pelado, algo gordito, también con lentes y una camisa negra abierta hasta donde empezaba la panza, estaba sentado ante una especie de escritorio, una mesa en realidad. De a ratos hablaba, de a ratos cantaba. Y entre una cosa y otra tomaba whisky.
El público estaba distendido. Reía, aplaudía, se movía aromoniosamente en sus sillas. Casi todo el público. Un muchacho solo, retacón, de pelo negro y enrulado, con barba candado, estaba quieto, contenido. Reconcentrado en lo que veía y escuchaba.
Pero nunca estamos del todo solos. Ni del todo ciegos, ni del todo sordos, ni del todo mudos.
Vladimir, Vito Nebbia, Rosemary Yorio y Nito Metre se quedaron en el fondo del salón repleto, tan extasiados por lo que ocurría en el escenario que se olvidaron de todo. Lo que dolía, lo que quemaba, lo que pesaba. Se dejaron envolver por la música y la poesía como si fuera un manto mágico que de repente los puso en otro tiempo y otro espacio. Hasta que llegó el final. Saravá, dijo el Pelado del escritorio, apuró el último trago de Whisky y saludaron los músicos. Estallaron el aplauso primero y después las charlas.
Vito Nebbia se sentía emocionado. Avanzó entre las mesas. Llegó hasta donde estaba el petiso de rulos. Le tocó el hombro y la respuesta fue un giro de cabeza tenso, un gesto duro. Que en un instante se transformó en asombro.
El muchacho observó unas décimas de segundo a Vito, que seguía flotando en la frecuencia de la música y el lugar. Hasta que se levantó y dejó ver una media sonrisa, entre feliz y resignada. Fue un abrazo largo. El muchacho del gesto duro se ablandó. Eso le bajó de la cabeza hasta los pies. Y le empezaron a brotar lágrimas. Estuvieron así varios minutos. Una vida y un instante.
Vladimir, Roseamery Yorio y Nito Metre miraron a la distancia. Desde allí vieron lo que puede una mano amiga, un cuerpo tibio y conocido, una mirada cariñosa. Vito les hizo señas para que fueran a la mesa. Este es el amigo del que les hablé, el gran Vincenzo Di Moranti, dijo.
Vincenzo saludó tímido, todavía incrédulo y a la vez conmovido por estar con alguien querido, de su tierra, de su lengua. Los invitó a salir rápido de allí.
Necesitaba respirar, oxígeno, dijo. Fue a la caja, pagó, y caminó torpe entre las mesas hacia la puerta. Los parroquianos lo miraban, cerraban el puño derecho y le levantaban el pulgar, como para que se despreocupora. Pero él contestaba cerrando la mano y levantando el dedo medio en forma enérgica (hay quienes dicen que Vincenzo es el inventor del famoso fuck you, pero bueno, los brasileños tienen otros códigos y ni se inmutaban). Vladimir, Vito, Rosemery Yorio y Nito Mestre se miraron. No, no estaba todo bien.