—Bueno, que expliquen bien qué pasó, porque si se entregaron es porque el otro nenito de mamá algo hizo–, dice Alicia.

—Qué negra de mierda, cómo se te nota que tenés olor a olla popular. Desde acá te siento el olor–, le contesta Daniel.

—Son las dos posiciones, usted cree que el pibe cobró por concheto y yo por tener la mala suerte de toparse con dos cabezas resentidos, esa es la grieta–, interviene Carlos.

La discusión es una de tantas, tantísimas, que se produjeron en redes sociales y en los comentarios de las notas sobre la agresión que sufrió Tiziano Gravier, el hijo de Valeria Mazza, en la puerta de un boliche de Rosario por parte de dos pibes que fueron detenidos –se entregaron pero estaban cercados– tras una investigación, una acción de la Justicia, que tuvo una celeridad que no se suele encontrar en otras, incluso por hechos más graves. Justamente ese es otro punto que se aborda en los comentarios, que son muchísimos y de alguna manera demuestran que esa violencia que se puso en acto durante la madrugada del domingo no es privativa de esos dos pibes de Funes y Roldán que le pegaron a Tiziano. Como tampoco del adolescente que noqueó a un playero de un estacionamiento de Buenos Aires y lo dejó muerto en vida, ni de la persona que en 2016 arrojó desde un edificio una botella que impactó en la cabeza de Daiana Travesani cuando estaba en la puerta de La Chamuyera, por mencionar algunos casos bestiales de consecuencias gravísimas.

¿Qué pasaría si Alicia y Daniel, en lugar de discutir en un foro virtual, se encontraran cara a cara?

Todas las grietas

No es extraño que la violencia avance ante cualquier tipo de diferencia, en una sociedad fragmentada, desigual, que atraviesa desde hace tiempo un camino de desintegración que no encuentra límite. A Gravier le pegaron por “tincho”, por “concheto”. A Fernando Báez Sosa, el joven asesinado por un grupo de rugbiers que le dio una golpiza feroz a la salida de un boliche en Villa Gesell, lo mataron por “cabeza”.

“Esa es la grieta”, dice Carlos en el comentario mencionado más arriba. ¿Cuántas grietas tiene la Argentina? Todas. Somos un país absolutamente agrietado. La grieta política, las grietas sociales, las económicas, las grietas penales de una Justicia selectiva. Hasta las futbolísticas. Sí, esa cultura futbolera marcada por la negación del otro –el “no existís”– se impone en todos los ámbitos.

Un cirujano rosarino comentaba en estos días que operaciones como la que le practicaron a Tiziano Gravier por la fractura en la mandíbula son muy habituales, sobre todo en la época de las graduaciones. Muchas de esas fiestas terminan con verdaderas batallas campales, que se pueden desatar por diferencias personales, rivalidades entre colegios y, en demasiadas oportunidades, porque un grupo empieza a cantar a favor de Central y otro de Newell’s. 

La vida en guetos

 

La familia de Tiziano Gravier contrató un abogado, hizo la denuncia y consiguió, gracias al nivel de conocimiento de Valeria Mazza, una amplificación mediática inusual, al punto de que llegó al exterior. Hay muchísimos casos similares que ni siquiera van a la Justicia, pues hasta se considera algo “normal” que una persona agreda físicamente a otra.

Todo esto habla de un problema profundo, en un marco de empobrecimiento económico, político y cultural que se ha convertido en un veneno para el que la Argentina no encuentra antídoto: la crisis de sentido que atraviesan sobre todo los jóvenes, ante la falta de una expectativa de futuro y las dificultades para confluir en espacios de pertenencia común donde puedan convivir con sus diferencias. 

Es, al fin, una consecuencia más de la falta de un proyecto de Nación, una idea superior que nos englobe, que nos contenga a todos. 

Argentina fue un país que supo tener instancias de integración que la distinguieron, en otros tiempos, dentro del concierto de países de América latina. La escuela pública, por caso, era un lugar donde había un ejercicio real de la convivencia entre personas de diferentes orígenes y estamentos sociales. El guardapolvo blanco tenía, entre otras cosas, un sentido igualador. 

Ya no pasa. Hoy vivimos en guetos. Los ricos con los ricos, en barrios y escuelas privados. Los pobres con los pobres, en barrios marginales y escuelas que en muchos casos son el lugar donde los chicos van para comer más que para educarse. Y la clase media, ese ex orgullo nacional que ahora está en peligro de extinción, donde puede, de acuerdo al movimiento de sus ingresos.

Todos recelamos de todos. Y eso crea desconfianzas, odios, resentimientos. Que se expresan, con cada cual desde su gueto, en las redes sociales. Pero se ponen en acto cuando se pasa de la virtualidad al encuentro de los cuerpos. 

“Un pibe que se mueve en el nivel del hijo de Valeria Mazza no tiene registro de dos lúmpenes que merodean un boliche y muchísimo menos estando con un hermanito de 16 años. En el lugar de él jamás hubiese ido a ese boliche”, analiza Carlos en otro de sus comentarios. Es decir, para él nada hubiese pasado si Tiziano se quedaba en su gueto. Una lectura parecida hace sobre Báez Sosa, “asesinado por los conchetos”, escribe.

El país sin diálogo

Argentina es un país sin diálogo, donde la culpa siempre es del otro. La desigualdad, mientras tanto, avanza día a día y configura un escenario fértil en el que crecen el individualismo, el sálvese quién pueda y cómo pueda. Eso incluye el delito, opción de vida –y de muerte– a la que se vuelcan cada vez más jóvenes. 

La frustración que nos recorre es madre de la cultura del odio y la cancelación. En este marco, la violencia es un síntoma natural. Y no es solo entre “tinchos” y “cabezas”. Disputas de todo tipo se resuelven a través de las piñas y, mucho peor aún, las balas.

No, las dirigencias no se hacen cargo de este problema mayúsculo. Muy por el contrario, ellas mismas alimentan la situación con sus desaciertos, peleas y mezquindades. Con su lejanía hacia los ciudadanos que deberían representar. O con sus criterios selectivos a la hora de ocuparse de las cuestiones que los afectan, entre ellos los hechos de violencia.

La democracia debe generar condiciones para que los distintos sectores sociales puedan convivir con sus diferencias. Para eso, la apuesta tendría que ser achicar brechas, no agrandarlas. Mientras no lo hace, la crisis avanza y pone en cuestión hasta los principios fundamentales del sistema. 

Así, se consolida una sensación que, a la larga, puede ser trágica: que no somos iguales ni ante la ley ni ante nada. Y que, por lo tanto, no hay palabras que alcancen para dirimir cualquier conflicto. Entonces, el lenguaje social es la violencia.