“Yo te avise y vos no me 
escuchaste. Yo te avisé”

Vivimos en un barrio que parece Funes, me dijo, cuando tenía 10 años, uno de mis hijos. Y era cierto. El mismo sonido de lunes a lunes. Pájaros, el grito de los goles de los equipos de fútbol en el club a media cuadra de mi puerta, el viento entre los árboles y algún que otro auto transitando. Los inmensos sonidos del barrio. Nuestro barrio. 

Hubo otros ruidos. Gritos, corridas, frenadas, aceleradas. Pedidos de auxilio: “Como en todo el país”, decían los burócratas de la política en 2013. Un vecino se hizo el desmayado para evitar que el ladrón en la puerta de la casa lo forzara a ingresar a la  vivienda. Un pequeño de 8 años le ofreció sus ahorros al delincuente para que dejara de hostigar a su madre. “No, tus ahorros no, eso es tuyo”, le dijo con “códigos” (¿?). Las historias se acumulan con el tiempo. Un querido vecino, también asaltado dentro de su casa, disparó un arma a quien quiso avisarle que estaba todo en orden: “No tires, soy yo. Los chorros ya se fueron…".

Solo una vez llamé al 911. Sábado, 21 horas de hace un tiempito atrás y a pedido de un vecino que había recibido el alerta de su hija. “Están queriendo entrar a casa”, me dijo por teléfono: “Esta mi hija sola. Llama a la policía. Dame una mano”. 

Llamé al 911. Dije quién era y dónde vivía. Demoraron más de una hora en llegar. No querían llegar nunca. Cualquier GPS marca que desde el Puente Rosario Victoria al Citycenter por el centro, sin sirenas ni patrulleros, se demora 33 minutos. Mientras tanto tuvimos que vivir junto con la hija de un importante referente deportivo de la ciudad (y futura funcionaria) la tensa huida de los frustrados ladrones por la intrusión vecinal.

"Ustedes quietos”, nos ordenó una sombra que pesaba la mitad de lo que podía pesar mi fallecido perro. Escuálido, sombrío y muy ágil. De las sombras a las calles, para huir. 

Inocular miedo, vulnerabilidad, soledad, para pedir –enfermos de eso– una medicación brutal. Pagar a agencias de seguridad, alarmas, rejas, lo que sea. Transformar esa casa en una efectiva prisión hogareña. El encierro es nuestro. Las calles de quienes hacen negocios en esas calles.
En ese tiempo denunciamos a un comisario que ofrecía una agencia de seguridad privada para custodiar el paso de sospechosos por las calles. Al final al jefe lo rajaron pero por “imprudente”. “Es una mecánica común”, dijeron. Muchos hombres de la fuerza laburan de eso cuando se retiran. Hubo reuniones, consejos policiales. Señales de presencias con puntos fijos de la policía. Pero así cuando se olfatea el “bloqueo anunciado” para el delito, también se percibe lo contrario: la famosa zona liberada.

Yo te avisé y vos no me escuchaste

Hace varias semanas las sombras caminan por los techos, ingresan a los patios, se llevan huevadas, bicicletas, chucherías hogareñas. Te dejan la desolación, el miedo, la vulnerabilidad. Te la dejan boqueando por rejas, mas alarmas, seguridad vestida de milicia paranoica en cada esquina.  

Hace algunas semanas al vecino de a la vuelta lo despertaron de la siesta para atarlo, pegarle cachetadas, mostrarle una plancha caliente en la cara, y pedirle una cifra terrible de dinero (en dólares). Vi un camión de mudanzas unos días después. “Se fueron, se mudaron”. La casa queda vacía con una luz que se enciende noche. 

“Ustedes están regalados, no podemos cuidarlos”, me confió un uniformado. Repetí la frase en el aire del programa de Radio2 y después discutí con un compañero sobre el “valor” de la fuente informativa. Una locura. Mientras gastábamos palabras en un café, las sombras lo trepan todo. Pasó dos días después de eso y después de eso también, para que la historia se repita con otros vecinos. Y seguro que mañana alguien tendrá otra anécdota para contar.  Al que vive al lado y el que vive atrás del que vive al lado. Les entraron a todos. Hay herreros laburando a destajo y una empresa muy conocida de alarmas metiendo cables y sensores por doquier. 

Hice entrevistas en la radio con burócratas despiadadamente fríos. Licenciados en cobrar un salario del Estado a cambio de ser los pibes del Mes. Y al final pasó lo que tenía que pasar.  

El sábado entraron a mi casa. No tuvieron mucho tiempo de manotear cosas. La familia no estaba. Y esas sombras duraron poco ahí dentro. ¿Los espantó la alarma que sonó? ¿El perro que seguro ladró hasta su despedida? ¿Se llevaron algo? Relevamos pérdidas, ganancias, paranoias… Más herrajes, cámaras de seguridad y la puta parafernalia del mundo paranoico. “Mejor metele un alambre electrificado. Está prohibido pero es efectivo”, me dice un amigo del barrio.

Todos estamos un poco locos. 

Pero estamos vivos. Podemos contarlo. Tal vez tuvimos suerte de no haber estado adentro de la casa. La familia bailaba en un cumple de 15  de una niña muy linda. Y sí. Bailas, sos feliz por ellos, los pibes, los jóvenes, (¿sueñan con cambiar el mundo?). Hasta que suena el teléfono con el número del sistema de alarma. Y salís acelerando el auto, solo y violando las normas de tránsito para llegar antes. Pensando en tener un misil que arrase con todos los malos del planeta. Las sombras de los techos y sus jefes. 

El perro asustado, las puertas del patio abiertas. La casa violentada. El silencio del barrio. El cartel de “Se vende” que discutimos poner o no poner.  

“Yo les avisé”, le dije a un funcionario de Seguridad. Pero ellos ya se van. Y la tarea queda para los que vendrán la semana que viene. “Papeleo Wazowsky ¿hizo el papeleo?” (De Monster Inc.). Lo tomo como una despedida: Contundente y con glamour.  Una linda manera de decirnos sombríamente “Hasta la vista baby”. Terminator blues.