Cuando Fernando Sabag Montiel atentó contra la vicepresidenta de la Nación, hacía unas semanas, concretamente un mes, que Cristina Fernández había consolidado su supremacía en el Frente de Todos.
Paso a paso, durante agosto, las piezas de ese dispositivo político-electoral se fueron ordenando en torno de ella. Primero fue la designación de su principal aliado Sergio Massa en el Ministerio de Economía, cuando el presidente lo quería de jefe de Gabinete; luego el alegato de la fiscalía en el juicio Vialidad le mostró al peronismo el riesgo de que una condena devalúe a su principal electora a menos de un año de las elecciones y con un gobierno con niveles de respaldo bajísimos.
El Consejo Nacional Justicialista, las conducciones partidarias de las provincias, los gobernadores, la CGT, los bloques de diputados y senadores, el gabinete nacional, la militancia movilizada, al unísono cerraron filas en defensa de la presidenta y directa o indirectamente se acoplaron a la teoría del lawfare como explicación de por qué está sentada en ese juicio. Aunque muchos peronistas quisieran correrla, ninguno puede superarla. Su habilidad consiste en acumular poder por defecto, desde el gobierno y desde afuera, en el Congreso y en la calle. Con lo propio no le alcanza, pero su parte es más que cualquiera de las otras partes. No solo nadie la jubila, sino que la necesitan tanto como antes.
En eso estaba Cristina cuando ocurrió el atentado que resultó fallido. En una reacción rápida, senadores nacionales de distintas fuerzas se convocaron al Congreso casi en la medianoche del viernes y se sacaron una instantánea conjunta e insulsa. Quizás haya sido un intento honesto por tender un puente, pero la política argentina no tiene posibilidad alguna de que eso prospere. Las condiciones no están dadas para que eso ocurra.
El oficialismo vincula el atentado al “contexto de odio” de algunos dirigentes de Juntos por el Cambio y medios que les son afines. Es una hipótesis verosímil, pero incomprobable por ahora. No hay una prueba directa en ese sentido, como tampoco la hay en el sentido contrario.
La verosimilitud se funda en algo que sí es comprobable: no hay otra personalidad de la política argentina que haya sido más humillada y descalificada que la vicepresidenta. Decir esto no exculpa a Cristina y sus seguidores de sus propias responsabilidades y descalificaciones. Sin ir más lejos, pocos días atrás ella misma se refirió a Patricia Bullrich como una borracha en el Congreso. Unos y otros entran en una inercia que ahora es muy difícil de detener.
¿La consecuencia está en lo que afirma el ministro Wado De Pedro? “Son tres toneladas de editoriales en diarios, televisión y radios dándole lugar a los discursos violentos. Son los que sembraron un clima de odio y revancha, y hoy cosechamos este resultado: el intento de asesinato a @CFKargentina”. ¿Es esa la razón? De nuevo: hoy no se puede asegurar que exista una vinculación directa entre un hecho y el otro, aunque es evidente el ánimo social y la furia que algunas voces y pantallas promueven. De ambos lados, corregirá algún lector. Sí, pero en este caso estamos indagando sobre un hecho concreto y nada hipótético: alguien, solo o cumpliendo órdenes, por el motivo que sea, le puso un arma en la cabeza a la vicepresidenta de la Nación, no a un dirigente del otro lado de la grieta.
En la Argentina se volvió a escuchar la palabra guerra civil. Quizás sean fantasías de trasnochados, quizás no. Ese es el problema cuando se abren las puertas a los fantasmas de la violencia. El Papa dice que estamos en la Tercera Guerra Mundial y nosotros solo vemos una guerra entre Rusia y Ucrania. ¿Será que está pasando algo más profundo en este juego de la grieta que no estamos pudiendo ver? Ciertos discursos invocan violencia de forma más o menos implícita. Atención con eso en tanto todos escalan más y más. La historia enseña que hay un momento en que es imposible frenar la rueda. Habría que avisarle a Ricardo López Murphy. Con la brutalidad que lo caracteriza confesó ese deseo con todas las letras: “Es ellos o nosotros”, escribió. Es decir, no hay lugar para dos. Una de las partes tiene que ser sometida o desaparecer. Parece sólo un tuit, pero es mucho más que eso. 72 horas después un hombre le puso el revólver en la cabeza a la líder del kirchnerismo. Otra vez: no hay relación directa, pero hay contexto. Son demasiados años de un confrontación exacerbada en los dos grandes frentes electorales. Tanto en Juntos por el Cambio como en el Frente de Todos hay halcones y palomas. Los primeros se fortalecen cuando las cosas se vuelven blanco y negro. Los otros buscan ensanchar la gama grises. Por ahora los halcones siguen en lo más alto de la cadena alimenticia.
Después del atentado la sociedad reaccionó con una mezcla de sentimientos: rechazo, temor, incredulidad, consternación. Las redes sociales resultan una febril constatación de esos sentimientos, donde cada uno mira videos, lee mensajes y dice y reacciona la mayor de las veces de forma sanguínea. No hay verdad, sino pareceres, opiniones, la mayoría de las veces basadas en creencias y no en hechos. En el atentado a la vicepresidenta, no hay un solo indicio de que se trate de un atentado armado o ficticio, sin embargo un porcentaje equis de la sociedad es incrédula.
Amalia Granata, que en 2019 jugó de outsider de la política, reproduce esa incredulidad. Podría pensarse que es una estrategia de comunicación política destinada a ser la voz de los incrédulos. Pero eso sería asignarle una genialidad política que no tiene. En realidad, Granata en la noche del jueves actuó impulsivamente como lo que es, una tuitera como miles que dicen lo primero que se les viene a la cabeza. Lo que sí es probable que haya ocurrido después es que haya entendido, o alguien le haya aconsejado, darle para adelante, que total ya estaba en el baile, que es el espacio de representación a esa incredulidad “estaba vacante” porque toda la clase política reacciona dentro lo previsiblemente correcto.
A Granata no le importa si es diputada, si tiene responsabilidades institucionales. Para ella este periodo de diputada provincial no es más que un nuevo reality show pero mejor pago y más cómodo que los anteriores. Actúa con esa lógica, en la que todo vale por un punto de raiting; en este caso en likes y retuits. Ejerce la representación institucional con las reglas de juego de las redes sociales, donde los indicios y las verdades jurídicas compiten con percepciones emocionales, y la verdad no tiene ningún valor, ni simbólico ni concreto. Se dice lo que se quiere y el respeto es un adorno de ocasión. Amalia Granata ni sabe lo que está diciendo: para ella la víctima no es víctima hasta que le demuestren que es víctima; entonces consideraría pedir perdón por haber dudado. Esa lógica atávica que hoy usa para dudar del atentado de la presidenta es la misma que durante siglos se le exigía, solo por dar un ejemplo, a las víctimas de violación: "Primero demostrame que abusaron de vos, después vemos".
Este domingo Granata leerá diarios y portales y se sentirá satisfecha: todos hablaron de ella gracias a que el bloque de diputados peronistas pidió su expulsión de la Legislatura. Hasta aquí no había logrado destacarse como diputada: el pañuelo celeste desapareció del debate público y se le agotó la agenda. Entró al frente de otros siete diputados, pero hoy esta sola. Anda como un buscapié al mejor postor. Ofrece su “fama” para alguna lista a cambio de sobrevivir en la aventura de la política. Desde principios de año intenta ser una chica Milei, pero no consiguió el monopolio. El diputado Nicolás Mayoraz, que ingresó con ella a la Cámara, también disputa la franquicia mileitista en Santa Fe. Se armó la interna mileitista en Santa Fe. Seguramente eso influyó para que Mayoraz, que está años luz de Granata, haya esquivado la condena explícita al atentado en el pronunciamiento que hizo la Legislatura. Quizás a Mayoraz le pasa lo que a Horacio Rodríguez Larreta, que en ocasiones se saca las plumas de paloma y se pone las de halcón.
El atentado a Cristina lleva la política a una dimensión desconocida. La violencia verbal está mutando a no se sabe qué, pero no es bueno. El combo se completa con un cirujano en el Ministerio de Economía, haciendo de emergencia todo lo que la propia Cristina no quiso que se hiciera en los primeros dos años y medio de gestión.
Hay un Frente de Todos muy complicado, con un presidente desdibujado y debilitado, una Cristina líder por defecto y un Sergio Massa apostando todo su capital para salvar el gobierno, que al mismo tiempo es su salvación personal como político con altas aspiraciones.
El atentado volvió más inestable la inestabilidad habitual de los dos grandes frentes electorales. El atentado se produce en el momento de mayor discusión interna y en ninguno de los dos casos hay liderazgos determinantes que eviten que afloren en público las diferencias.
En el oficialismo hubo unánime abroquelamiento detrás de la figura de Cristina la condena del atentado, pero al mismo volvieron las tensiones sobre si se reaccionó bien o muy lento, el feriado, paro o no paro, las responsabilidades políticas de los encargados de proteger a la vicepresidenta.
A la vez ese mismo oficialismo se dio cuenta que el atentado a Cristina era un problemón para Juntos por el Cambio y que con un poquito de pimienta halcones y palomas podrían desplumarse discutiendo qué hacer y qué no hacer. Algo de eso ocurrió.
A esta altura inmadura de los acontecimientos es difícil alumbrar el camino por delante. La sensación de que algo está cambiando en el subsuelo que pisa la Argentina es inevitable. No está claro qué ni cómo. Otra vez recorre el país la inquietante sensación de una violencia en incubación, quizás no en la misma forma que la del 55 al 83, pero alimentada en las mismas fuentes.
Ojalá solo seamos una manga de paranoicos.