Las crónicas policiales reviven los últimos momentos de la vida de las víctimas. Hablan de discusiones, mencionan amenazas, revelan resultados de autopsias y exponen los variados argumentos de violentos, golpeadores y asesinos que rara vez tienen la valentía de admitir la autoría y responsabilidad de sus actos. La negación es el abecedario de sus vidas.
Los informes judiciales muestran detalles de las lesiones, exhiben como en un scanner el cuerpo de las víctimas muertas o –en el mejor de los casos– sobrevivientes, que lograron escapar de la violencia machista para contarlo, para ir en busca de un tercero que las escuche, las ampare y las ayude a correr el velo y a enfrentar una realidad que por dolorosa o vergonzosa, muchas veces permanece oculta.
Pero nada dicen los informes (ni policiales ni judiciales) del daño psicológico, de las huellas profundas que van dejando el maltrato cotidiano, la manipulación, la violencia económica, la culpabilización por hechos reales o ficticios, los ataques de ira, las reacciones desmedidas y la humillación pública o privada, entre otras manifestaciones, en la psiquis de las víctimas, de manera a veces imperceptibe, asimiladas ácidamente, con el mate de cada mañana.
Transcurridos ya veinte años del siglo XXI, los rastros de la violencia en la psiquis de las víctimas sobrevivientes parecen seguir siendo materia insondable, y por tanto, inmensurable tanto para la Justicia como para muchas organizaciones y gran parte de la sociedad que obliga a las víctimas a contar una, otra y otra vez lo que padecieron. Como si el caudal de las lágrimas vertidas fuese una especie de unidad de media de lo sufrido y así, quizás, podría alguna vez ser valorado y comprendido.
Pasaron siglos y mares de sangre antes de que las mujeres se animaran a contar la violencia que sufrían. Hicieron falta muchos cambios institucionales, lugares donde denunciar, leyes y también personas que, comprometidas con sus cargos y puestos de poder, tuvieran la grandeza de defender a las víctimas, aún cuando ello significara hacer autocrítica y actuar en consecuencia.
Los violentos, femicidas o no, necesitan el silencio de su víctima, como el aire que respiran. Y no han cesado de amenazar, chantajear o matar para conseguirlo, ni siquiera en cuarentena. Por eso, lo urgente, a las puertas del quinto #Niunamenos, es que quienes tienen la función social y política de dar voz a las mujeres, representarlas y defenderlas, con decisiones y con hechos, no sólo con banderas o pancartas, no contribuyan con su silencio, su indiferencia y su inacción, a seguir ahogando el grito en sus gargantas.
Por las que quisieron denunciar y no pudieron. Por las que denunciaron y no fueron escuchadas. Por las que murieron a manos de su agresor. Por las que dieron muchas nuevas oportunidades creyendo falsas promesas. Por las que confiaron en que con ellas sería distinto. Por todas. Que se escuche el grito ensordecedor de las vivas y de las muertas. Hasta aturdirnos. No nos callemos. #Niunamenos.