Tengo problemas con la autoridad. Siempre los tuve.
En la primaria la maestra de Matemáticas, Margarita S, estaba explicando no sé qué cosa mientras yo le hacía un chiste de banco a banco a Nicolás Bologna.
—¿Le podés contar a toda la clase el chiste?– interrumpió Margarita.
—No, porque el chiste es para él y no para usted.
Obvio, a Dirección.
Ahora, habiendo dado el contexto, van a poder entender un poco mejor por qué llegamos a pelearnos con Hebe.
En el año 98 estábamos en quinto año y veníamos de una actividad furiosa en el CESup (Centro de Estudiantes del Superior de Comercio). Pibes y pibas que nos habíamos hecho amigos en las marchas contra la ley de educación superior, armando las jornadas deportivas, las revistas del centro, jugando a las cartas en la oficina que teníamos ahí arriba, en el cuartito que estaba al lado del laboratorio.
Éramos un montón.
Seba y yo éramos, lo que hoy se podría denominar, los más troskos. Pero nosotros nos veíamos como los más idealistas. Las cosas se tenían que hacer bien o, y esto parece una obviedad, estaban mal hechas. Nos pasábamos horas sentados en la esquina de Gambetta y Génova, tomando una coca, discutiendo sobre cómo sería la revolución, lo mal que estaba todo y cuán acabado estaba el capitalismo.
Así que imagínense lo que nos molestó el recital de las Madres del 98.
Para los que no saben o no lo reecuerdan, el 24 de marzo de 1998 las Madres de Plaza de Mayo organizaron un mega recital en la cancha de Rosario Central con bandas como Los Fabulosos Cadillacs, Todos tus muertos, Molotov, Coki and the killer Burritos, Sudaca, La Renga y un montón más de bandas que eran parte de mi vida. En particular yo andaba loco con un disco: “¿Dónde jugarán las niñas?”, de Molotov. Así que cuando lean el final de esta historia quiero que se focalicen en lo que sacrifiqué en pos de mis ideales.
A Seba y a mí no nos parecía bien que las Madres bajaran todo su aparato ese día en Rosario; pensábamos que eso mismo se podía hacer otro día, que por más que los 25 pesos que salía la entrada no se condijeran con lo el costo real de un festival como ese, cobrar una entrada en esa fecha era una forma de venderla.
Una especie de “esta fecha es mía y hago lo que quiero”.
Peor nos pareció todo esto cuando nos enteramos que la tradicional marcha del 24 de marzo se había mudado al 23 porque no había forma de competir con semejante evento.
Competir, en ese contexto, era una palabra horrible.
Llega el día, mejor dicho la noche, en que muchos de los que formábamos parte del CESup nos vamos a reunir con Hebe, Shocklender y otra señora que desconozco su nombre para formar parte del evento, para charlar sobre el mismo. Estábamos Ulises, Julieta, Paula, Seba, el Vili, Julia, Lisandro y otros que no me acuerdo (sepan disculpar). Ellos estaban ansiosos por conocer a Hebe; Seba y yo por plantear esto que tanto nos molestaba.
Llegan, se sientan, comienza la charla.
No recuerdo quién dijo si teníamos alguna pregunta y menos recuerdo si fue Seba o fui yo el que dijo:
—A nosotros no nos parece pertinente que vengan con este evento, este día y, encima, cobren entrada.
En narrativa, este momento, se llama punto de no retorno.
Hebe no nos responde, nunca lo va a hacer, ni siquiera nos va a mirar. En cambio, la señora de la que aún no sé su nombre nos explica que el dinero va a ser destinado a crear la Universidad de las Madres en, otra vez, Capital Federal.
Ahí sí recuerdo bien que fui yo el que dijo:
—Yo no vivo en Buenos Aires.
Y ella, que va a utilizar esta palabra dos veces en la noche, dice por primera vez:
—Si no viajás, no sos revolucionario.
Seba se pone verde, él viene de una familia muy identificada con la militancia de izquierda, más exactamente del ERP, así que el hecho de que alguien le diga que si no hace tal cosa no es revolucionario lo pone verde. Además, en los 90, tener 25 pesos para la entrada no era tan fácil. Así que la charla comienza a escalar en volumen y vehemencia.
No puedo dar detalles de qué dijimos pero sí que dijimos muchas cosas y que nuestros compañeros no estaban muy felices con lo que decíamos.
Hasta que la señora que no puedo nombrar dice por segunda vez la palabra:
—Si no tenés 25 pesos no sos revolucionario.
Yo, que nunca puedo no hacer un comentario irónico en esas situaciones, le digo:
—¿Dan carnet de revolucionario en el recital?
Ahí se terminó todo. Hebe se levanta con cara de decepción y dice:
—Nos vamos, no puedo creer lo irrespetuosos que son.
Y me parece que tanto Seba como yo agregamos algo que tenía que ver con que no éramos irrespetuosos sino que no estábamos de acuerdo con lo que iban a hacer y que, en todo caso, la irrespetuosa era ella porque no se había dignado siquiera a dirigirnos la palabra.
No nos respondió. Solo se fue.
Acto seguido, nuestros compañeros empiezan a decirnos de todo. No recuerdo bien qué pero no estaban felices ni orgullosos de nuestra intervención. A Seba y a mí no nos importaba, teníamos la suficiente convicción como para creer que lo que habíamos hecho estaba bien.
Hoy no sé si estuvo bien, me doy el lugar para dudar.
Nos fuimos Seba, el Vili y yo caminando por Italia. El Vili nos decía que cómo se nos había ocurrido decirle eso a Hebe, que Hebe era Hebe y todo lo que eso significaba. Lo decía no desde un lugar agresivo sino como intentando entender lo que acababa de pasar.
La mejor forma que encontré de explicarle que yo no odiaba a Hebe sino que la admiraba (cosa que aún hoy sigo haciendo) fue poner este ejemplo:
—Si viene el Che Guevara y te dice, así sin anestesia, “Vili, me parecés un pelotudo”, ¿a vos te caería bien?
—No– contestó Vili después de dudar un poco.
—Bueno… eso.
Cada uno se fue a su casa.
Y yo, con todo el dolor del mundo pero firme en mis convicciones, no vi a Molotov.