Desde que mi papá se murió en 1998 tengo una fantasía recurrente: se despierta y puedo volver a abrazarlo. Un milagro metafísico me lo trae de nuevo y me pongo a charlar. Lo abrazo, lo toco, lo huelo. Me dice que no puede creer lo grande que estoy y yo me ahogo tratando de contarle todo lo que pasó en estos años. Fantaseo con su reacción al ver a sus nietos, me veo explicándole qué es el Whatsapp (en el 98' apenas existían los “ladrillos” Movicom). Y en el medio de la charla, cuando inevitablemente llegamos al fútbol, clavo mis ojos en los suyos mientras le muestro videos de Messi.
“Lionel Messi se llama, es de Rosario, mirá lo que hace, la velocidad con la pelota, es ídolo de Barcelona, el mejor de mundo. El sucesor de Diego”, le digo atolondrado y me regodeo en su asombro. Es que cuando él se fue, a Leo le quedaba todavía otros dos años en Rosario. Y el único gran rey del fútbol que conocíamos era D10s. El que nos juntaba a los tres (mi abuelo, mi papá y yo) delante del televisor.
En mi casa fuimos y somos todos hinchas de Independiente. Pero a pesar de ese fanatismo generacional (¿genético?), Maradona siempre ocupó un lugar preponderante en nuestras preferencias. Un poco por la simpatía que cada vez que pudo Diego le profesó al Rojo, pero sobre todo por lo que ese mago de rulos y corazón caliente significó para el deporte por el cual vivimos, sufrimos y gozamos.
Mi relación con el fútbol, como le debe haber pasado a todas las generaciones de 1930 para acá, se consolidó con los mundiales. Y el primero que yo viví conscientemente fue el Italia 1990. El Mundial de Goycochea... y de Maradona. El de Diego soportando las patadas de los cameruneses, metiéndole el pase más celebrado de la historia a Caniggia, errando el penal contra Yugoslavia, metiéndoselo (y gritándoselo) al San Paolo, puteando por la falta de respeto al himno y llorando en la premiación a Alemania. Desde aquella vez, el amor y admiración hacia Maradona fue inquebrantable. Porque fue (es y será) el que mejor supo interpretar en la cancha el sentimiento de los millones de argentinos por la bandera hecha camiseta.
La alusión inicial a mi papá no es azarosa. Porque ese mundial del '90 es el recuerdo más lindo que tengo con él en nuestra relación futbolera: del estupor por el 0-1 del debut a la caminata con la mirada perdida, del club a casa, después de perder la final. Él y yo. Juntos. Ese mes (con la música de fondo del estate italiana mientras juntaba las figuritas) se quedó marcado a fuego para siempre en mi vida. Y es una de las reminiscencias más hermosas que guardo del vínculo con mi viejo.
Por eso, con Diego, a mí se me murió lo que todavía me quedaba vivo de la relación futbolera con mi papá. Lo entendí ayer, cuando volvía manejando a mi casa, tratando de buscarle una explicación a por qué iba llorando como un nene. También entendí por qué cada vez que alguien lo criticaba (otro deporte nacional), algo interior siempre me llevaba a defenderlo. Porque si se metían con Diego, estaban tocando al medium. Al que además de habernos dado alegrías y orgullo como nadie, era el puente para ese diálogo onírico tan personal.
Ahora, Diego se fue para su bando. Capaz que cuando lo vea llegar, a mi viejo le pase lo mismo que me pasaba a mí.