"Hubo un tiempo que fui mozo
y fui libre de verdad"
Charly Capusotto
¿Qué es un don? ¿Hay una fuerza misteriosa que hace que tengamos facilidad para una o varias cosas y que debamos buscar qué es, para así desarrollarnos como personas, que los demás nos aplaudan por eso, casarnos y tener hijos? ¿Qué pasa si no lo encontramos? ¿Puede no estar? ¡Ey, Don! (los signos de admiración son porque el tono es de grito, pero no estridente).
¿Es siempre el mismo don? ¿Acaso es uno siempre el mismo? Don Nadie. Don Todos. Y ese océano que hay en el medio. Un océano de dones. Ah, qué lindo nadar allí. En medio de todas las posibilidades. Pero no. Todavía no. Quizás alguna vez haya un mar así.
No fueron fáciles los primeros días en Nueva York para Vladimir Ilich Tao Tse Tung, el maestro taoísta leninista que inspira esta columna y a miles de personas en todo el mundo. Por primera vez él, que no era de ningún lado, sentía una extranjería.
Cocó, como era Cocó, consiguió rápido un trabajo en una fábrica de perfumes donde empezó a crear fragancias. Era fácil para ella, dueña del aroma de París. Tomasito Mann tenía ahorros y queria terminar su ensayo sobre el horror de una época en la que la muerte era más valiosa que la vida. Dejó de hablar y tocar a los otros.
Vladimir se sentía en nada en la casa que los tres alquilaron en el barrio de los Pescadores de Nueva York (Fisher Town). Estaba vacío. Quieto.
Primero pensó en permitírselo. Pero la ansiedad no lo dejó (hay quienes dicen que en realidad, el maestro no podía atravesar el aburrimiento). Y salió a buscar. Algo. Trabajo lo nombró.
Se tomó la línea B. Habrá sido un viaje de media hora. No pensó en nada. Se bajó en Sarmiento Street (nombrada así por el padre del aula norteamericana). Y se puso a buscar bares, esos lugares donde reconocía de alguna manera una patria. Estuvieran donde estuvieran.
Primero entró a uno que quedaba frente al diario de la ciudad. Preguntó si necesitaban un mozo. Le dijeron que no, que había crisis, que estaba difícil conseguir trabajo en Nueva York. Se sentía triste el bar: gente sola con un vaso en una mano y un cigarrillo en la otra (en ese entonces no había ordenanzas que impidieran fumar en ningún lado, con lo cual los que no morían en la guerra terminaban en un 95 por ciento de los casos con cáncer de pulmón, según estadísticas oficiales del National Institute de Estadistcs y Cense, es decier el NIEC).
Volvió a la calle y retomó la caminata. Cruzó la calle de los bancos (Banks street) y se metió en el bar más clásico de la ciudad: Camel. No era grande. Y le gustó que hubiera músicos. Un trío de jazz. Se quedó. Pidió una cerveza tres cuartos y un sandwich que le dijeron que era la especialidad de la casa.
Sonaba más o menos bien. No eran súper virtuosos los tipos. O no estudiaron lo suficiente. Pero al mismo tiempo le gustó escucharlos. Era música, viejo. Buena música. Y esto no es una columna de crítica de arte, qué carajo.
Volvamos a lo nuestro. Vladimir se sintió cómodo. Le gustó el sandwich (era un jam an cheese con kecthup, caliente). Disfrutó. No pidió trabajo.
Cuando terminó de tocar la banda hubo un aplauso tibio. Los músicos saludaron, Vladimir los miró. Al rato, el del clarinete fue a su mesa.
Era un tipo petiso, encorvado, poco pelo pero largo. Revuelto. Tenía lentes y una nariz que no era grande, pero sí prominente; predominante en ese rostro flaco.
Le dijo que cómo hacía. ¿Qué cómo hacía qué? Ser diferente. ¿Acaso no ves qué acá son todos iguales a mí?
Vladimir no entendió. Pero el del clarinete insistió: todos tienen mi cara acá. Siempre. Todas las semanas tocamos y nunca vino alguien diferente a mí. Hasta hoy. A veces hasta le pido a mi vieja que venga: sólo ella sabe lo distinto que soy.
Miró alrededor, Vladimir. Estaba confundido. Pero de a poco, él también empezó a ver que todos, absolutamente todos, eran iguales al del clarinete. Incluso el del piano y el de la batería. Fue sólo por unos minutos: el del clarinete fue el único que reparó en él.
Quiso hablar el tipo. Contarle cosas a un otro. Dijo que hacía películas, que estaba con la idea de filmar un documental sobre aquella Nueva York nunca vista: con crímenes, violencia esparcida, injusticias. Y a la vez bella, luminosa, potente. Que necesitaba ayuda. Y otra mirada.
Le gustó la idea al entonces aspirante a maestro. Basta de trabajar de mozo. Era hora de hacer algo nuevo.
Vladimir sintió que tenía un don: ser él mismo. Y que eso podía facilitarle las cosas.