El domingo 15 de marzo por la tarde, el triunvirato integrado por el presidente de la Nación, Alberto Fernandez, el ministro de Salud, Ginés González García, y el ministro de Educación, Nicolás Trotta, le comunicaban al país que las clases en todo el territorio nacional, y en todos sus niveles, quedaban suspendidas hasta nuevo aviso. A partir de ese momento, alumnos y docentes se verían las caras mediante la modalidad virtual.
Cuatro días más tarde, en vísperas del fin de semana extra largo del lunes 23 y martes 24 de marzo, nuevamente el presidente Fernández, y mediante un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), informaba oficialmente una cuarentena estricta para todos los ciudadanos que residieran en la República Argentina. El coronavirus, una palabra que aprendimos de las lejanas noticias de Asia, Europa o EE.UU., era una realidad que se instalaba con preocupación en el país.
Repentinamente nuestro reloj biológico se alteró y pasamos a levantarnos más tarde, por arte de magia descubrimos las plataformas digitales Zoom o Google Meet, vimos como nuestros hijos, hermanos o sobrinos charlaban a través de la notebook o el celular con sus docentes. Y los adultos, entendiendo poco y nada de esta "nueva virtualidad", trataban de sacar ese costado docente que cada uno lleva adentro y explicar que todas las palabras esdrújulas llevan tilde y qué significa divisor y dividendo.
Dejamos de ir a la cancha para ver a nuestro equipo de fútbol, los clubes se cerraron y los deportes quedaron en stand by. Nos hicimos fanáticos de los influencer fitness de Instagram y empezamos a valorar como un lingote de oro nuestra pequeña porción de patio.
El cine, el teatro y los shows musicales pasaron a plataformas streaming y el tan preciado café en algún bodegón de barrio mutó por el soluble de la mesada de la cocina.
La palabra coronavirus o covid fueron las más buscadas en Google, pandemia fue tendencia en Twitter varias veces y los médicos infectólogos se hicieron más famosos que los Stones.
De la nada escondimos las manos para no dar ese apretón, dejamos de dar besos y relegamos ese abrazo fraterno para otra oportunidad. Las muestras de afectos eran sólo para los convivientes. A tus viejos, a tus hermanos y amigos, sólo el choque de codos. A tus abuelos, con suerte, el saludo desde la vereda de enfrente.
El mate pasó a ser de uso personal pese a que nos reíamos a carcajadas cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en febrero, en momentos donde todavía disfrutábamos de las vacaciones, publicó un comunicado que sugería no compartir la entrañable infusión.
Netflix, algún que otro libro y las videollamadas de Whatsapp pasaron a ser nuestros aliados incondicionales siendo testigos, en más de una oportunidad, como abuelos y nietos se divertían jugando al bingo a la distancia, una modalidad adaptada a estos tiempos.
Las reuniones sociales, pese a ese veranito que tuvimos los santafesinos entre junio y algo de julio, quedaron guardadas en fotos de Facebook mientras las ciclotímicas emociones saltaban dibujando mesetas y picos emulando a la curva de contagios de covid. Pasamos de ilusionarnos con la vida hogareña y disfrutar del #QuedateEnCasa a la intolerancia y la depresión sin escalas. Razones no faltaron (ni faltan). El miedo a contagiarnos, a perder el trabajo o a separarnos, son sólo algunos de los pensamientos negativos que rondaron en nuestro cerebro.
Nos acostumbramos -más arriba o más abajo de la cara- a usar barbijo, a llevar alcohol en gel a todos lados y a lavarnos las manos con igual cantidad de jabón que lo hace un cirujano a punto de operar.
La pandemia nos trastocó la rutina de la noche a la mañana. Nos puso a prueba. Nos dejó desamparados, sin objetivos y con las miserias humanas a flor de piel. Mientras tanto, desconcertados y a la expectativa de que la comunidad científica apruebe la tan ansiada vacuna que salve a la población mundial, tendremos que seguir aprendiendo a convivir con la “nueva normalidad”.