Escribo con una vieja casaca canalla a la que nunca le saque la etiqueta. Gajes del oficio de aprendiz coleccionista. Me detengo en la etiqueta, ese detalle del guardado. Tal vez los tesoros se reserven para la memoria y el deseo. El motor que ha cambiado el mundo. Escribo porque además de la sugerencia editorial, no puedo dormir. Los chicos tampoco. Enredados en los cuentos de la noche rememoran lo que acabamos de vivir: parece increíble. Central campeón.
Son casi las 3 AM. El fin del sábado se enreda con el inicio del domingo. Entre el calor, la emoción y los flashes de una noche larga. Santiago nos pintó el alma a fuego intenso con sus 42 grados. Hace dos días que cocina piel y cuerpos de quienes, forasteros, venían con el deseo de fiesta.
Encerrarse en habitaciones oscuras con aire acondicionado. Comer poco e hidratarse mucho con agua. Les podría narrar a ritmo road movie el paso a paso de un periplo espectacular. Todo un Tetris organizado con emoción y precisión. Todo parecía acomodarse, incluso los palazos.
La mejor hinchada del mundo. Entramos a los codazos cargando la gran bandera que la barra desplegó en el estadio. Los chicos vieron a la barra encarar con el gigantesco trapo y con un guiño nos zambullimos a colaborar. Pusimos hombro y empuje. Entramos esquivando policías, palazos y atropelladas de caballos. Cargamos la bandera y caminamos con los bombos y los bronces de la hinchada.
No fue fácil ingresar al estadio: lo vi al Kili González encarar como hacía en la cancha a quienes estaban maltratándolo todo. No estaba solo. Su mujer, sus hijos y algunos amigos tampoco merecían ser apaleados por una mala organización.
El andar con la hinchada fue sutil, tranqui. Nos habíamos colado para ingresar mas rápido. La barra tiene algunos trucos. Entran apenas llegan, son organizados, llevan instrumentos, bombos y banderas enormes. Los apretujones se esfumaron apenas cargamos esa bandera.
En las plateas se palpitaron los sueños colectivos de un ritual inmejorable: el futbol y sus competencias. Había que salir campeón. Solo servía ganar y en ese delirio nos encontramos todos. Los compañeros de laburo, vecinos del barrio, conocidos de vista o conocidos de años.
Fui a Santiago del Estero con mis dos hijos. Uno de ellos recién llegado del extranjero. Había que estar para refirmar un tratado de amor potente. El amor por Central.
Salimos campeones por virtud de Miguel Russo y la visible logística del presidente Gonzalo Belloso. Un tándem que puede darle muchas alegrías a la parcialidad canalla. Belloso-Russo, el antídoto contra la mediocridad que plantean los esquemas de la competencia.
Los tres nos abrazamos llorando lagrimas dulces. De esas que surcan las mejillas jugosas y ricas. La alegría derrama esa pócima que el futbol sabe contener. Somos una promesa de amor vestida con una casaca con la etiqueta aun estampada.
Vi a un vecino de platea hacer una videollamada con Angelito Correa desde Madrid y a otro charlando por video con Facundo Buonanotte. El gran Chelito Delgado y el Loncho Ferrari se abrazaron fuerte cuando Lovera eludió medio equipo de Platense para hacer el único gol del partido. Me quedé con ganas de que la promesa del ex arquero canalla Sergio Priotti se haga realidad. Abrazar a muchos de los campeones del 86/87 como el gran Pato Gasparini.
Dimos la vuelta después de una pila de años. Lucas me abraza llorando cuando Tomas hace una tenaza y con fuerza monumental nos abrazo a todos. Pablo, Juan Pedro, Nacho y Juan Guido no pueden creer lo que esta pasando.
Central campeón y con la mejor hinchada del mundo