La ciudad estalla a gritos de desahogo. ¡¡Argentina Campeón!! Hectolitros de cortisol y adrenalina contenidos se disparan al viento, con lo que queda de voz. Se mezclan alaridos de celebración con puteadas y lágrimas. Muchas lágrimas. Coros de bocinas, sirenas, históricas vuvuzelas celestes y blancas. El inevitable recuerdo de los más viejos, del ’86 y el ’78. La sorpresa de los más chiquitos y el desborde de los que tienen menos de 36 años y nunca vieron a Argentina ganar una final del Mundial de Fútbol. Por razones conocidas y por las propias de cada uno. Por la razón que fuere, todos y todas necesitábamos creer.
Messi pasa al lado de la copa y le da un beso, todavía no la levantó entre sus manos, pero ya es suya, ya es de ellos y ya es nuestra. Y no hay forma de calcular cuántas ilusiones frustradas (de ellos y de nosotros) caben en esa dorada copa.
Di María mira a las tribunas y llora. Angelito, el de los partidos definitorios que hoy consiguió el penal que convirtió el 10 y luego estampó el segundo, llora. Y vemos pasar en el paneo de su mirada, su infancia humilde, su insistencia para seguir entrenando, cuando lo rechazaron, su propia necesidad de creer.
Porque cada uno de ellos nos contagió sus ganas fue que la desazón y la falta de entusiasmo de los últimos mundiales dio paso otra vez a la ilusión colectiva.
Por eso las cábalas, las profecías, los oráculos, las premoniciones y la desesperada necesidad de ver en una nube del cielo al Diego, o en la forma de una milanesa la cara de Lionel, o en la combinación de letras y números de una patente, una clara señal de que esta vez sí el trofeo se venía con los nuestros, a la Argentina.
Los triunfos se merecen y también se conquistan y no siempre hay coincidencia entre merecimiento y realidad. Por eso, como parte de la mística connacional, echamos mano a todos los mensajes del más allá que los que nos aman quisieran mandarnos.
Ya sabemos que es inverosímil encontrar correspondencia entre un penal atajado por el Dibu y el color del calzoncillo que el tío de mi vecino se pone cada vez que juega la selección, pero aun así, a través de ese fetiche casero que muchos de los que nos consideramos racionales cumplimos –el orden en que cada uno se sienta frente al tele, el lugar de la bandera en el comedor, el de la camiseta puesta, sin lavar los siete partidos, el de la abuela (las abuelas, la de Messi, inclusive) saliendo a festejar con los hinchas y hasta el repetir como un mantra: “Oid mortales el grito sagrado: andapayá, andapayá, andapayá”– sentimos que nos estábamos haciendo cargo de algo, de nuestra parte, que poníamos lo nuestro, como sabemos hacerlo siempre que la historia lo requiere.
Y en ese punto, la cábala es la máxima expresión de la argentinidad. De los habituados a crecer en la adversidad porque no queda otra. De los que a diario la peleamos para que la contingencia y las políticas antiderechos no puedan con nuestras vidas. De los incrédulos, fanfarrones y a veces algo soberbios argentinos que nos visibilizamos en el mundo a contrapelo de lo que la agenda del poder nos tiene preparado.
Listo. Lo logramos. No más conjuras. Ahora, a cumplir las promesas lanzadas por si ganábamos. A 14 mil kilómetros el resultado está asegurado, pero aquí nomás, a la vuelta de la esquina, hay 45 millones de argentinos y argentinas con mundiales personales pendientes y muchas (muchísimas) ganas de ganarlos.
¿Sabés qué? No es verdad que “elegimos creer”. Cuando todo alrededor es incertidumbre y caos, creer no es una opción, sino una imperiosa necesidad de supervivencia. Y no es casual que el hashtag #elijocreer haya sido uno de los más replicados en este loco mes del Mundial Qatar 2022. Porque ellos se ilusionaron y porque nosotros necesitábamos ser parte de esa ilusión.
"Cuando el mundo tira para abajo es mejor no estar atado a nada", canta Charly. Gracias, Selección por ayudarnos a volar.