*Por Claudio Epelman
El 31 de octubre de 2017, el terrorismo internacional atacó la Argentina. Para ello no hizo falta, como los tristes antecedentes dictaban, una compleja red de complicidad que permitiera la llegada desapercibida de los terroristas al suelo de nuestro país. Aquella tarde otoñal, un camión de alquiler y un ciudadano uzbeko al grito de “Allahu akbar”, radicalizado a través de las redes sociales, fueron suficientes para sembrar la muerte en Nueva York. Y aunque no hubo bombas, la onda expansiva del dolor recorrió miles de kilómetros hasta el corazón de los que vivimos en esta parte del mundo.
Un divertido paseo en bicicleta entre una decena de amigos de la secundaria, que se reencontraban para una visita soñada a la Gran Manzana, de pronto se convirtió en la peor de las pesadillas. El odio, una vez más, le ganaba la partida al amor. De manera irracional e intempestiva, el terror irrumpió en la vida de diez familias rosarinas. La doctrina del odio no sabe de límites ni fronteras, y sus consecuencias son enormemente más grandes que el escenario donde tiene lugar. Dos décadas antes los argentinos ya habíamos sufrido las terribles consecuencias del terrorismo, cuando dos coches bomba volaron -con apenas dos años de diferencia- la AMIA y la Embajada de Israel.
A veces la experiencia es la más amarga de las maestras. El triste recorrido que nos precedía hizo del acompañamiento a los sobrevivientes y las familias de las víctimas un deber moral. Casi treinta años después de aquel primer ataque, sabemos que cuando el polvo se asienta, y las cámaras se retiran, el dolor recién comienza. Puertas adentro, donde las miradas de los hijos se cruzan con las nuestras en búsqueda de una explicación, o simplemente un gesto de aliento. En el inagotable esfuerzo por encontrar y juzgar a los culpables. O en la vida misma, ante la ausencia irremediable de ese ser querido que se nos arrancó.
Este trabajo nos llevó, en el año 2018, a organizar un espacio de encuentro entre sobrevivientes de atentados terroristas, el primero en su tipo en la región. La posibilidad de compartir un poco de este dolor con quienes cargan con un trauma similar es sin duda una manera de alivianar la carga. Sin embargo, abrir este camino y dar lugar a estas historias no puede ser la responsabilidad de unos pocos. Como argentinos, que demasiadas veces hemos sufrido este horror, debemos reclamar la presencia del Estado, quien debe asumir un rol central en la contención y acompañamiento de las víctimas.
Hoy se cumplen cuatro años de aquel día. Cuatro años de ausencias y de sueños sin cumplir. Cuatro años de rostros que no envejecen, de sillas vacías, de preguntas que ya no pueden responder. Se cumplen, también, cuatro años de lucha ininterrumpida y de búsqueda de justicia. Y de trabajar juntos por la construcción de un mundo donde, de una vez y para siempre, el amor venza al odio. Por los Hernanes, por Diego, por Alejandro y por Ariel. Por ellos, y por las incontables vidas inocentes que se han perdido en manos del terror.
*Director ejecutivo del Congreso Judío Latinoamericano