Suele dudarse del testimonio de las víctimas de violencia porque los acusados “dicen otra cosa”. Incluso con pruebas y antecedentes que describen el patrón a repetición usado por manipuladores, agresores y violentos. El 7 de septiembre de 1990, María Soledad Morales, de 17 años, salió de su casa, en Catamarca, rumbo a un baile organizado para recaudar fondos para su viaje de egresadas. Nunca volvió. Su cuerpo desfigurado fue hallado tres días después, con signos de haber sido sometido a todo tipo de vejaciones. Los responsables fueron varios hombres allegados al poder de esa provincia. Para limpiar su propia imagen, los violadores y asesinos trataron de desviar la causa. Ensuciaron la persona de la joven muerta, como si alguna de esas versiones, aún siendo ciertas, justificaran su crimen. Ellos, autores grupales de la violación y muerte de una adolescente indefensa, también “dijeron otra cosa”.
Violencia de género y poder político: nefasta alianza
A 33 años de haber sido cometido, el brutal asesinato de la joven catamarqueña no sólo debe ser recordado como un caso de violencia de género, sino también como una clara y nefasta muestra del pacto de impunidad y silencio de los poderosos. El crimen de María Soledad dejó al descubierto el funcionamiento del poder en Catamarca y dio origen a la primera gran respuesta de la sociedad argentina contra un femicidio, aunque aún no se conocía el término y su alcance jurídico.
María Soledad tenía 17 años, iba a un colegio de monjas, tenía amigas y estaba ilusionada con su viaje de egresadas, como cualquier joven de su edad. Tenía novio y la noche del baile salió a encontrarse con él para ir juntos al evento, del que nunca regresó.
Sin embargo, una vez descubierto el crimen, fue llamativa la velocidad con que se intentó probar una presunta hipótesis para dar por cerrada la investigación.
«Los hijos del poder" comenzaron a llamarlos. Sus apariciones mediáticas denotaban una impunidad absoluta».
Hasta el mismo jefe de la policía catamarqueña, Miguel Ángel Ferreyra, ordenó que lavaran el cadáver, eliminando así pruebas fundamentales. Más tarde, entre muchos otros descubrimientos escalofriantes, se revelaría que era el padre de uno de los asesinos.
Justamente estas groseras y obvias irregularidades fueron las que dieron pie a la sospecha: el poder provincial estaba involucrado y actuaba protegiendo a los autores del crimen. "Los hijos del poder" comenzaron a llamarlos. Sus apariciones mediáticas denotaban una impunidad absoluta.
Supuestos testigos daban notas a la prensa y repetían un relato que apuntaba a incriminar a la joven de su propio crimen. Decían que la habían visto salir drogada de un boliche y que la habían subido a un auto con varios hombres. Un dato llamaba la atención. Todos reiteraban la palabra "fiesta".
Pero la sociedad reaccionó. La provincia entera comenzó a movilizarse en las llamadas "marchas del silencio" –organizadas por la monja Martha Pelloni, rectora del colegio al que asistía María Soledad– que se iniciaron en Catamarca y luego se extendieron por todo el país; aunque el mayor motivador no era el caso de violencia de género en sí, sino la corrupción del poder concentrado que manejaba la provincia y del que todos soportaban sus consecuencias.
Entre los nombres de los asesinos aparecían Guillermo Luque (hijo de un diputado nacional) y Pablo y Diego Jalil (sobrinos del intendente).
El caso fue un gran escándalo y, en ese marco, pasaron a retiro a gran parte de la plana mayor de la policía catamarqueña. Luis Patti, represor durante la última dictadura militar, fue enviado desde Buenos Aires para investigar el caso, pero su complicidad con el aparato catamarqueño fue demasiado evidente y sumó una cuota más al escándalo general.
El primer juicio por el crimen terminó incrementó el escándalo. En una de las audiencias, las cámaras de televisión detectaron gestos sospechosos entre el juez Juan Carlos Sampayo y la jueza María Alejandra Salazar. El debate fue suspendido.
La vida de María Soledad, devenida caso judicial, también llegó al cine. En 1993 salió la película dirigida por Héctor Olivera y protagonizada por Valentina Bassi. Como el crimen no estaba resuelto y el juicio ni siquiera había comenzado, los nombres de los victimarios fueron cambiados.
La liviandad de las condenas y la perenne impunidad
Aunque finalmente, los únicos presos fueron Luis Raúl Tula y Guillermo Daniel Luque –ambos quedaron en libertad antes de cumplir sus penas– la hipótesis de los investigadores sostenía que de la violación seguida de muerte habrían participado entre 3 y 4 personas.
El caso sirvió para visibilizar este tipo de crímenes en los que la víctima es una mujer.
En 1998, el tribunal ordenó investigar el encubrimiento del crimen. Entre los acusados estaban el ex gobernador Ramón Saadi, varios de sus funcionarios, el ex jefe de Policía Miguel Ángel Ferreyra, funcionarios municipales, personal médico y falsos testigos. Las causas quedaron en la nada. Nunca se juzgó el encubrimiento político y judicial.
El caso tuvo una amplia repercusión a nivel nacional, terminó con la renuncia del entonces gobernador de Catamarca, Ramón Saadi y sirvió para visibilizar este tipo de crímenes en los que la víctima es una mujer.
Luque (57 años hoy) fue declarado culpable por la violación y homicidio de María Soledad. Le dieron 21 años de prisión el 28 de febrero de 1998 por la "violación seguida de muerte agravada por el uso de estupefacientes", de María Soledad. Estuvo preso solamente 14 años. Salió de la cárcel de Catamarca en abril de 2010, bajo "libertad condicional" por "buena conducta". Tula (62 años en la actualidad) fue sentenciado como "partícipe secundario" del crimen a 9 años. Terminaron siendo 4 años y medio. Los dos viven en el centro de Catamarca. Tula es abogado penalista. Estudió en la cárcel.
No sólo los dos condenados dicen aún hoy, "otra cosa"; también lo hicieron los más de 30 testigos falsos que declararon en la causa, sus familias y sus cómplices. Pero el recuerdo vivo de María Soledad, como el de las cientos de víctimas que la sucedieron desde entonces, jamás será acallado, a pesar de la vergonzosa impunidad.
Si hay injusticia, que no haya silencio.