Amanecí en shock. La muerte de Taylor Hawkins. Por qué tenemos que escribir doloridos los obituarios de quienes llevaron aunque sea un rato las banderas de nuestro entusiasmo. Lo vimos con mi compañera y compinche rockera Cintia abrazados y felices en el último Lollapalooza de San Isidro.

Hace menos de una semana Taylor volvía a romperla sentado en la batería de la mejor banda rock del momento y cuando la noche se incendiaba de alegría saltaba hacia el micrófono para homenajear a Queen y hacer una hermosa versión de uno de sus clásicos.

El día es larguísimo en el Lolla. Tremenda fiesta. La música enjambre que como un hermoso panal va uniendo partes. Los chicos, los grandes, la tarde, la noche. El viento frio que devela ese choque generacional. Los más jóvenes casi en bolas bailando felices, los más grandes abrigados y esperando que la noche sea impiadosa entre el frio y el cansancio. Hasta que subió Foo Fighters y ahí todo lo que incomoda se desmorona. 

Una banda de rock que subido a los tips clásicos demuele todo cansancio. Una noche donde fuimos felices. Un reencuentro después de dos años con una de las mejores bandas de rock del momento. Músicos cincuentones haciendo lo que hay que hacer. Por qué hubo un tiempo en que fue hermoso y fuimos libres de verdad.

Ese baterista flaco, jovial, fachero, enérgico, un pulpo de mil brazos golpeando los tambores de la pasión. “El mejor cantante de la banda”, dijo David Grohl, el domingo pasado cuando lo invitó a salir de ese parapeto percusivo para hacer la versión de “Somebody to love”.

Una mañana inexplicable. El golpe del tambor más doloroso.