Este viernes 24 de marzo se cumplen 41 años del último golpe de Estado que dejó profundas y dolorosas huellas en la historia nacional. Rastros indelebles que reviven no sólo en el recuerdo de cada uno de los 30 mil desaparecidos, sino también en las nefastas marcas psicológicas que dejaron aquellos casi ocho años de interminable dictadura. Largos años en los que la escuela fue el ámbito de control y disciplinamiento social por excelencia.
La educación es una poderosa herramienta de transformación, pero también puede ser un medio de ordenamiento y subordinación, según los fundamentos y valores que la guían. El llamado Proceso de Reorganización Nacional que avanzó sobre todas las instituciones, en especial las escuelas, a partir del 24 de marzo de 1976 lo sabía muy bien. Por eso, apenas las Fuerzas Armadas tomaron el poder, comenzaron a llegar a las escuelas las circulares con disposiciones de claro contenido ideológico y cumplimiento obligatorio. Antes de bajarle el pulgar al trabajo grupal y a la teoría de conjunto, las órdenes apuntaron a alinear ideológicamente a directivos, profesores y maestros. A infundir miedo, a vigilar a través de infiltrados y a castigar con cesantías y/o delaciones.
En ese marco, en octubre del 77, llegó a las escuelas y universidades un documento de 31 páginas titulado “Subversión en el ámbito educativo (Conozcamos a nuestro enemigo)” que a pesar de llevar la firma del entonces ministro de Cultura y Educación Juan José Catalán, fue conocido como el “Informe Díaz Bessone”, porque, según se decía, había sido redactado por quien ejercía en aquellos días el cargo de ministro de Planeamiento, Ramón Díaz Bessone.
El documento que algunos docentes guardaron todos estos años como testimonio histórico, permite comprobar cuáles eran los preconceptos reinantes en el Ministro de Educación y cómo se encaraba la persecución a directores, profesores y maestros, como forma de disciplinar no sólo a ellos, sino también a los estudiantes a su cargo.
La pieza describe y enumera las organizaciones que supuestamente operaban en el ámbito educativo. Se refiere a los estudiantes como “el alumnado argentino” y advierte sobre la “infiltración de cuadros”, a los que ordena “detectar”.
El objetivo era que todos estuvieran (y se sintieran) observados; así –cuentan los docentes–, si algún procedimiento de censura vertical fallaba, el miedo a saberse vigilado, activaba la autocensura y en algunos casos, también la delación, y funcionaba como reaseguro del cumplimiento del reglamento.
De forma directa, el texto plantea la “necesidad de luchar contra la subversión en todos los planos de la educación y la cultura” e introduce el concepto de guerra “enemigo” como parte del adoctrinamiento hacia el interior de los establecimientos educativos.
Un preescolar rebelde: ¿“un enemigo en potencia”?
No sólo los programas de estudio, el temario y la bibliografía de las carreras universitarias debían pasar el filtro de la censura previa. También los textos de la secundaria y la literatura infantil tenían que tener el visto bueno para poder llevarse al aula y sumarse al plan de clase. Pero la direccionalidad no se circunscribía sólo al material de estudio, también se ordenaba observar las conductas y actitudes de los niños, incluidos los más pequeños, con el objetivo de descubrir los potenciales futuros “enemigos”.
Según puede leerse en el llamado “Informe Díaz Bessone”, la bajada de línea no escatimaba edades y hasta el comportamiento de los más chiquitos de preescolar debía ser observado para detectar quiénes tenían “el germen que los predisponía a la futura captación”.
En su apartado sobre la educación preescolar y primaria, el texto advierte: “El accionar subversivo se desarrolla a través de maestros ideológicamente captados que inciden sobre las mentes de los pequeños alumnos, fomentando el desarrollo de ideas o conductas rebeldes, aptas para la acción que se desarrollará en niveles superiores. La comunicación se realiza en forma directa, a través de charlas informales y mediante la lectura y comentario de cuentos tendenciosos editados para tal fin”.
Más abajo, el instructivo agrega: “Se ha advertido en los últimos tiempos, una notoria ofensiva marxista en el área de la literatura infantil. En ella se propone emitir un tipo de mensaje que parte del niño y que le permite autoeducarse sobre la base de la libertad y la alternativa”.
Al parecer, para el o los mentores de este documento que se envió a las escuelas argentinas en octubre de 1977 –y que demuestra hasta qué punto lo que sucede en el interior de los edificios escolares era (¿es?) tomado por algunos gobiernos como “caso testigo” de lo que ocurre o debe ocurrir afuera de ellos–, incentivar el amor a la libertad y la curiosidad por lo diverso, eran parte de la “ofensiva marxista” que debía arrancarse de raíz. De allí, la premura por intervenir desde el preescolar.
El texto también llamaba la atención sobre la oferta literaria de las editoriales marxistas que, según se aseveraba, con tono de alarma, editaban ni más ni menos que “libros útiles para el desarrollo, libros que acompañan al niño en su lucha por penetrar en el mundo de las cosas y de los adultos, que los ayudan a no tener miedo a la libertad, a querer, a pelear, a afirmar su ser. A defender su yo contra el yo que muchas veces le quieren imponer sus padres e instituciones, conciente o inconcientemente, víctimas a su vez de un sistema que los plasmó o trató de hacer a su imagen y semejanza”. Todo esto, descripto como si se tratara de una bomba que debían desactivar lo antes posible.
Circulares, infiltrados, requisas e intimidación
Dalmar Fay es psicóloga y maestra jubilada. Se inició en la docencia en 1959. Fue directora y vicedirectora de escuelas, formadora de docentes y asesora pedagógica. Trabajó en Rosario y en Villa Constitución y en diálogo con el programa A la Vuelta (Radio 2) revivió los recuerdos de aquellos años oscuros.
La sensación de sentirse vigilado se mete dentro tuyo y va tiñendo tu subjetividad de miedo y de angustia”
Las requisas eran continuas, tanto camino a San Lorenzo como a Villa Constitución, donde estaban los establecimientos educativos donde ella y sus compañeras daban clases. Las paraban en medio de la ruta, les hurgaban los portafolios y hasta cuestionaban la hora en la que venían de trabajar.
“Nos apuntaban con el arma por la ventanilla del auto y se reían con sorna cuando respondíamos que veníamos de dar clases en el Instituto Superior del Profesorado de Villa Constitución, de donde salíamos a las 22.40. No sabíamos qué hacer ni para dónde mirar por miedo a que cualquier cosa que dijéramos o hiciéramos les resultara sospechosa”, recordó Dalmar.
Abrazamos la docencia con un gran compromiso político y social, porque queríamos formar ciudadanos concientes y reflexivos”
Rosa Di Franco es antropóloga y maestra jubilada. Al igual que Dalmar, también fue formadora de docentes y directora de escuela. Ella recuerda aquella época con precisión y remarca la necesidad de formar a las nuevas generaciones de estudiantes para que desarrollen un pensamiento crítico y reflexivo. Sostiene que esto contribuirá a que puedan analizar aquella parte de nuestra historia y a comprender la realidad actual.
"Es imprescindible mantener la memoria para que sirva de experiencia y para desmitificar ese período histórico que generó un pensamiento homogéneo, sin la reflexión necesaria por parte de toda la población, en especial de la más joven”.
Escucharlas a ambas es una forma de no olvidar y de entender el valor intrínseco de la educación. Ayer, hoy y siempre.
Your browser doesn’t support HTML5 audio
Your browser doesn’t support HTML5 audio