Cuando Sabrina se levanta de la cama del hospital para ir al baño este miércoles a la madrugada ya no tiene fuerzas. La médica de guardia le dio una pastilla sublingual pese a su oposición. Ella le había dicho que no, que no la quería tomar porque no tendría fuerzas para pujar durante el parto, mucho menos a su bebé muerto. “Son órdenes de la obstetra”, le respondió. ¿Cuántas veces tuvo que soportar que otros decidan por ella en las últimas horas? ¿Cómo pasó de soñar con su hija Irupé, de seis meses de gestación, a caer en esta pesadilla?
A Sabrina, de 32 años, la sostiene de un brazo Pablo, su pareja de 40, y del otro Agustina, una amiga. Cuando llega al baño se sienta y nota un ardor insoportable. Se toca y se da cuenta que eso es la cabeza de su hija. “No puede ser”, piensa, confundida. Viviana, su obstetra, antes de dejarla sola en esa maternidad de un hospital del centro de Rosario, le había dicho que el proceso de espera para inducir el parto llevaría varias horas, días, semanas quizás.
Ella pensó que no aguantaría tanto tiempo en ese estado. Que se volvería loca. Reclamó una y otra vez que le hagan una cesárea porque el dolor era intolerable. Tenía a su hija sin vida en su panza, algo indecible, intransferible. Pero la médica insistió. Le dijo que cesárea no, que no era bueno para ella.
La secuencia empezó dos días antes, el lunes, cuando fue hacerse un chequeo porque sintió algo raro en su panza. Ahí descubrieron que el corazón de Irupé no latía. “Andá a tu casa a dormir y descansá. Mañana volvé y te internás”, fue la indicación de su obstetra ese lunes a la noche. Ella obedeció como una autómata rota, herida. Pasó una noche sin asistencia profesional y cuando volvió al hospital, el martes a la mañana, Viviana no estaba. La internaron en la maternidad entre flores y felicidad ajena. Las enfermeras, que no sabían de su situación, la trataban como a una madre más. En medio de su funeral íntimo, le hablaban de su panza y de su hija por nacer.
La obstetra llegó al hospital recién ese martes a la tarde y le dijo que el proceso de parto inducido llevaría días. Que faltaba mucho para que dilatara. “Esto está re verde”, diagnosticó. Se volvió a ir y Sabrina quedó sin la asistencia de su profesional, una vez más.
A la medianoche sintió que el dolor era cada vez peor y que nunca se iría. Pensó que se moría. Llamó por teléfono a su obstetra.
–Viviana me estoy muriendo, no puedo más.
–Aguantá flaca que así no me vas a servir.
Sabrina se dio cuenta: estaba sola.
Ahora, esta madrugada de miércoles, cuando siente esa cabeza entre sus piernas, cree que está perdiendo la razón. Pablo, su pareja, que es ciego, y su amiga, la llevan como pueden del brazo y la tiran arriba de la cama. Ella puja como si no existiera. Su mamá corre a la guardia. Una opresión le recorre el cuerpo, conquista zonas desconocidas. Ve salir algo negro de ella. La médica de guardia llega, le hace levantar la cadera y le da una palmada. El dolor se va. Son las 3.30. Pablo llama a su obstetra. Le responde que no entiende qué ocurrió.
Viviana llega al hospital y se lleva lo que ella parió. Sabrina no sabe si fue la placenta o su hija o una parte. Nadie le informa, nadie la tiene en cuenta, nadie la asiste. A los 20 minutos, la obstetra trae a Irupé envuelta en un pedazo de ambo azul, de esos que no son ni de tela ni de papel. “Ni siquiera en una sabanita. Nada. Si al menos me hubieran avisado qué tenía que traer yo, si alguien me hubiera dicho para lo que tenía que estar preparada”, piensa Sabrina.
Le pide a su mamá que mire primero ella en el interior del ambo azul. No sabe con lo que se va a encontrar. Duda. Duele. Decide conocer a su hija. Después la tiene upa. Trata de grabarse la cara de Irupé porque sabe que no la verá nunca más. Mientras, le informan que el acta de defunción se completa con su nombre y apellido porque la bebé es una NN, no quedarán registros. Su hija no existe, le dicen con otras palabras.
Al rato los médicos se van y ella se queda en la misma cama, sobre las mismas sábanas manchadas, sin limpiar.
“Parto maduro de placenta junto a feto. Aparente expulsión completa”, es la traducción clínica de lo que ella sufrió.
Una forma de violencia de género
Sabrina Abonisio descubrió la violencia obstétrica esa semana de febrero de 2015. El lunes 23 a la tarde sintió “algo raro” en su panza y fue a un sanatorio del centro. En la guardia la auscultaron y advirtieron que el corazón de Irupé, de 26 semanas de gestación, no latía. Dos horas más tarde, una ecografía confirmó “la detención y retención del embarazo”.
Cuando le avisó a su obstetra, Viviana, que atendía en otro hospital rosarino, ella se lo reprochó. “Me empezó a gritar, me decía que no puede ser, que me había visto el jueves anterior y estaba todo bien”, recuerda Sabrina, que hoy tiene 37 años y otras herramientas para narrar lo ocurrido.
Desde ese primer momento, pidió una cesárea pero la especialista se lo negó. Le habló de los riesgos para su salud y que le quedaría una cicatriz para futuros embarazos. La mandó a su casa a descansar.
“Mi mente se disoció. Ella me decía tu bebé ya está, lo importante sos vos, pero justamente lo único que yo quería era parir a mi hija, que la saquen de mi panza porque estaba muerta”, relata en diálogo con Rosario3. “Esa noche en mi casa fue un velorio. Estábamos solos con Pablo sin asistencia profesional. Después investigué y tuve suerte. Podés tener un brote en esas circunstancias”, analiza.
“La falta de información, que no se tomen en cuenta tus decisiones, la ausencia de contención –sigue Sabrina–; todo eso es violencia de género, porque nos pasa a las mujeres. Los médicos no están formados para una muerte gestacional. Ni siquiera existe la atención psicológica en esos casos”.
“Para todos perdiste un embarazo pero se murió tu hija, que es un dolor terrible para toda la vida”, completa.
“Un vacío terrible”
El parto fue el miércoles 25 de febrero a las 3.30. Irupé nació sin vida y le realizaron una autopsia. A diferencia de otros padres que tienen que llevarse a su hija en una bolsa o una caja, su obra social le cubrió un entierro. Las dos semanas siguientes Sabrina llamó al hospital para preguntar por el cuerpo de su hija. Se enteró de casualidad por la casa mortuoria, que iba a retirar el cadáver. Eso desató la catarsis.
“Ahí me puse loca por primera vez. Grité. ¡Cómo podía ser que la casa mortuoria supiera antes que yo que soy la madre! Culpé al hospital, a mi obstetra, eso me terminó de violentar”, dice y agrega: “Empecé a revisar toda la violencia que había sufrido, que no está tipificada. Hice una demanda por daños y perjuicios contras los responsables que aparecen en la historia clínica. Quería tenerlos enfrente para que me explicaran qué había pasado. Pero a la primera mediación judicial no fueron. Entonces desistí de la demanda, yo no iba a aguantar un proceso así”.
Su trabajo de duelo no había empezado aún. Sabrina se asesoró, conoció a una psicóloga especialista en el tema y a un grupo de autoayuda que existe en Rosario (Era en abril). Volvió a hablar con la médica de guardia. Entre llantos esa doctora le pidió disculpas y reconoció: “A nosotros nos preparan para recibir bebés vivos”. Su obstetra, en cambio, nunca se disculpó y la responsabilizó a ella por lo sucedido.
“Mucho de lo que pasa es porque existe un vacío. Es un tema invisibilizado. Falta formación para los profesionales e información y contención para los padres”, afirma Sabrina.
“Fenómeno generalizado y sistemático”
La violencia obstétrica es la que ejerce personal de salud sobre el cuerpo y los procesos reproductivos de la mujer. Un informe de la ONU de julio de este año alertó sobre el “fenómeno generalizado y sistemático de esta forma de violencia”. Se expresa en tratos deshumanizados, agresiones verbales, físicas o psicológicas, procedimientos médicos coercitivos o no consentidos, la negativa a suministrar medicamentos contra el dolor, graves violaciones a la intimidad, abandono de la mujer durante el parto, entre otros.
La diputada nacional Magdalena Sierra presentó en marzo de este año un proyecto de ley de Procedimientos de atención frente a la muerte perinatal. Incluye el derecho a elegir de la mujer, a atenderse por profesionales formados, a registrar el nombre del hijo o hija, crea un registro de muertes perinatales y estable un seguimiento de la mujer posterior al alta, entre otros puntos.
La iniciativa aún no fue tratada. Sabrina decidió contar su historia para ayudar a visibilizar el tema. “En este tiempo no hubo avances ni cambios”, resume y amplia: “A cuatro años de la muerte de Irupé puedo más con el dolor de la pérdida de mi hija, que con el daño que me provocó esa violencia que viví. Son marcas sobre la marca, no es solo un trauma”.
Volver a empezar
El 28 de noviembre de 2016, casi dos años después de su pérdida, Sabrina y Pablo fueron padres de Agustín. Nació por cesárea. “Tuve un embarazo maravilloso gracias al acompañamiento de Carlos Costa, mi obstetra, también de mi psicóloga y de mi psiquiatra”, remarca Sabrina.
En 2015, había dejado la universidad. Le faltaba el último año de su carrera de psicología pero no pudo seguir. En 2017, ya con Agustín, retomó los estudios. Se recibió en agosto de este año. Es psicóloga y se especializa en salud mental en embarazo, parto y posparto.