Toda buena historia tiene dentro muchas historias y esta no es la excepción.
Esta es una historia sobre un bar. En realidad, dos bares. Es una historia sobre una familia. Sobre un apellido que también es color y marca registrada. Sobre una tradición de casi cien años. Es una historia que se cuenta con mil versiones en la calle y tiene su parte en Tribunales. Es una historia sobre cervezas, lomitos, pizzas y picadas. Es una historia de pueblo chico en la principal avenida de la gran ciudad.
“Cerró el Blanco”. La noticia corrió esta semana como reguero de pólvora en los medios rosarinos. Había incluso fotos de prueba: un camión de mudanzas se llevaba sillas, mesas y heladeras del local de Alem y Pellegrini. Pero pronto comenzó el debate: ¿cuál Blanco cerró? Porque hay dos bares en esa esquina y los dos se llaman así. ¿Cerró el tradicional? ¿Cuál es el tradicional? ¿Por qué se llaman igual? El debate fue escalando en redes sociales y se puso tan apasionado como si fuera un clásico rosarino.
En Alem y Pellegrini, en ochavas enfrentadas, dos bares con nombre casi idéntico y una intensa historia detrás. De un lado, la Choperia Blanco Hermanos (Alem 1701) y del otro el Bar Blanco (Pellegrini 402). Este último es el que acaba de cerrar sus puertas en medio de la cuarentena que redujo las ventas de muchos locales gastronómicos casi a cero.
El Bar Blanco, el de la ochava noroeste, adonde se había llevado los muebles y los mozos históricos, fue abierto por un ex concesionario del original. Ese es el espacio que, por estas horas, es recordado con cariño por muchos de sus clientes, quienes aseguran que ofrecía el mejor lomito de la ciudad y recuerdan sus deliciosas ´porciones de pizzas cortadas al medio, lloran por el sifón de soda que aún llevaban a las mesas y evocan las cuentas hechas con birome en una servilleta. En la otra esquina, en su domicilio histórico, La Chopería Blanco Hermanos continúa abierta aunque -en estos tiempos que corren- solo con delivery. Los fanáticos de este espacio son los que se la pasan aclarando en redes que “el Blanco sigue vivo”. Es el bar que participa de la Quincena de Boliches Históricos y tiene la “bendición” de la familia Blanco, aún dueña del inmueble.
Un viaje en el tiempo
Para entender esta historia hay que remontarse al 1919 y así conocer a uno de sus principales protagonistas. Se llama Juan Antonio Blanco, nació con el siglo XX, tiene unos veinte años. Vive con sus padres y hermanos en un diminuto pueblito en las montañas asturianas que se llena de nieve cada invierno. Trabaja en las minas de carbón pero no le gusta. Sabe que no hay mucho más para hacer allí y toma la decisión de partir. Algunos hermanos ya emigraron a la Argentina. Se sube entonces a un barco para encontrarse con ellos. Tras una larga travesía por mar, y un segundo viaje más corto en tren, llega a una pequeña aldea frente al río Paraná que, con los años, se transformará en una gran ciudad: Rosario.
“Mi papá contaba que al llegar a Rosario Norte se subió a un mateo que lo llevó al mercado central de San Juan y San Martín, buscó allí a su hermano y no lo encontró. Eran tan pocos habitantes en la villa que el cochero le preguntó cómo se llamaba su hermano, le dijo que Daniel y entonces lo llevó al mercado de Pasco y Mitre, donde sí lo encontró”. La escena es reconstruida por Miguel Ángel, uno de los hijos de Juan Antonio, en diálogo con Rosario3. “Había llegado con tan poca plata que el hermano le tuvo que pagar al cochero”, evoca.
Juan Antonio y Daniel trabajaron un par de años en un bar frente al mercado, hasta que juntaron suficiente dinero para poner su propio negocio. En 1922, abrieron un almacén y bar en la ochava sureste de Alem y Pellegrini. “Habían trabajado y juntado unos pesitos. Más allá del bar quisieron poner un almacén porque eran inmigrantes muy conservadores, pensaban que la gente siempre iba a tener que comprar alimentos. El almacén era visto como algo imprescindible”, aclara el heredero. Le pusieron originalmente “Blanco Hermanos”, aunque con los años la empresa cambió varias veces de razón social: pasó a ser “Blanco Hermanos e hijos”, entre otras variantes.
Juan Antonio se casó con Juana y tuvo cinco hijos: Rubén, Daniel, María del Carmen y los gemelos Juan Carlos y Miguel Ángel. La familia vivía en una casa pegada al bar, por Pellegrini, donde hoy funciona el depósito. “Prácticamente nací ahí. Es muy difícil separar mi infancia del bar porque es donde estaban todo el tiempo mi mamá y mi papá”, confiesa Miguel Ángel. Recuerda que no solo había sillas y mesas, también había juegos de naipes, dados y billar. Asegura que los vecinos del barrio pasaban allí sus tardes después de la siesta, para distenderse y ponerse al día de las últimas novedades.
Códigos y delivery
Un momento que quedó grabado en la historia familiar fue el remate que permitió la compra de la propiedad (que incluía casa y local) por parte de Juan Antonio. “Fue en 1948, yo tenía unos 6 años. Varias propiedades de la zona se remataron judicialmente por herencia. Mi papá alquilaba pero había ido juntando algo de dinero. Al llegar el día se presentó y empezó a ofertar, cabeza a cabeza, con otro postor. A mi papá se le terminaba la plata y veía que el otro hombre seguía pujando”, relata, como si fuera una novela de suspenso. “Entonces intervino un vecino, el señor Berrini, que vivía a media cuadra por Alem. Se le acercó al otro hombre que ofertaba y le explicó que quien pujaba con él vivía y trabajaba en la propiedad que se remataba. El hombre lo miró, dio media vuelta y se fue si decir una palabra. En esa época había códigos”, se emociona Miguel Ángel. Confiesa que aún tiene los avisos de ese remate guardados junto al plano de las propiedades.
Otro recuerdo de su infancia es cuando aprendió a andar en bicicleta: fue con la que hacían los repartos. “Cuando éramos chicos mi viejo nos mandaba con la bicicleta a tomar pedidos, volvíamos, los preparábamos, él anotaba en una libreta que se pagaba mensual como si fuera tarjeta de crédito, y se lo llevábamos al vecino”, recuerda. “Los que dicen que el delivery es algo nuevo no saben de qué hablan”, ríe.
El arte del buen chop
María del Carmen nunca participó del negocio y pronto Juan Carlos se mudó a Estados Unidos. Pero los otros tres hermanos -Rubén, Daniel y Miguel Ángel- se fueron sumando paulatinamente a la empresa familiar. En la década del 60, al enfermar el padre y fallecer el tío, ellos tomaron las riendas. Fue cuando se desprendieron del almacén y se concentraron en el bar. Hubo incluso reformas para aggiornar el local: renovaron el piso, hicieron un mostrador nuevo y cambiaron el mobiliario. “Se hizo entonces la chopería y hacia la década del 70 nos fuimos haciendo conocidos gracias al boca a boca. No había muchas propuestas gastronómicas en la zona. Estaba el bar Uría en Alem al 1300 y algún otro más. En la avenida teníamos un comedor en Primero de Mayo y un restaurante en 25 de Diciembre (hoy Juan Manuel de Rosas) pero eran propuestas diferentes”, señala. “Lo que más salía era la sandwichería y la cerveza, que la teníamos que trabajar bien porque en ese tiempo no había chopera eléctrica, era todo manual y los barriles de madera eran más pesados que una deuda”, bromea.
Las diferentes crisis económicas argentinas hicieron tambalear el negocio pero nunca lograron derribar a los hermanos Blanco. “Todos los inviernos estábamos en problemas, porque nos bajaban un 70 por ciento las ventas. Pasamos algunos malos momentos pero corríamos con la ventaja de ser propietarios”; analiza.
"Otro" Blanco
En 2003, cuando falleció Rubén, los otros dos hermanos -Miguel Ángel y Daniel- decidieron no continuar con el negocio. “Estaba muy cansado, era mucho trabajo”, recuerda. Pero se quedaron con la propiedad. “Vendimos los muebles y arreglamos para que tuvieran continuidad laboral los empleados”, asegura. Durante cinco años, otra familia gerenció el negocio. Miguel Ángel no lo recuerda como una buena experiencia. “No se portaron bien, no querían cumplir el contrato. Tuvimos una serie de desavenencias. Cuando se les terminó el contrato en 2008 decidimos no renovarlo”, resume. Fue cuando abrió el “otro Blanco”.
“No tuvieron mejor idea que cruzar de vereda y ponerle el mismo nombre a su nuevo bar, solo un par de letras de diferencia con el nuestro”, se enoja Miguel Ángel. “Nosotros no vendimos el fondo de comercio, no pagaron llave ni nada, solo les alquilábamos”, subraya. En el momento de la mudanza, sin embargo, los propietarios del bar Blanco que acaba de cerrar sus puertas deslizaron al diario La Capital lo contrario. Que ellos habían comprado el fondo de comercio y eran los dueños del bar, que la decisión de no renovar había sido suya porque les querían aumentar demasiado el alquiler de la propiedad y que se trasladaban para “mantener viva la tradición”.
“Se llevaron los muebles y los trabajadores, pero me parece una mala jugada apropiarse no solo del nombre sino de la trayectoria de una familia, porque se adjudican el esfuerzo de ser un bar centenario cuando no lo son. Lo nombran como el Bar Blanco de 1922 y ellos ni habían nacido, es la historia de mi papá y mi tío”, remarca Miguel Ángel. “Hicieron correr además versiones de que nos habíamos peleado entre hermanos y uno se había puesto enfrente pero nunca fue así”, aclara, dolido.
Ambas versiones confluyen en un expediente judicial con muchas fojas. “Hace once años que estamos en juicio por patente y marca, fuimos a la Justicia para que dejaran de usar el nombre, pero la Justicia argentina es una tortuga”, lamenta Miguel Angel. Otra cosa que le molesta es que, según acusa, en la mudanza se llevaron cosas de la familia. “Se llevaron hasta plaquetas que teníamos de las promociones de la escuela industrial, hoy Politécnico. Eran reliquias familiares que habíamos dejado en el bar porque confiábamos en ellos”, subraya. Lo que sí recuperaron fue un cartel de neón que decía “Blanco Hermanos, fundado en 1922”. El “otro Blanco” lo había instalado en su frente al mudarse pero los hermanos Blanco abrieron una causa judicial separada para reclamar su devolución. “No llegamos a juicio, arreglamos antes. Tuvieron que devolverlo en condiciones y pagar resarcimiento”, explica.
Un nombre, dos bares
Poco después de la conflictiva mudanza, en el local donde había funcionado históricamente Blanco Hermanos se abrió otro bar, la actual Chopería Blanco Hermanos. Los responsables del nuevo emprendimiento impusieron un diseño retro: colocaron mostradores de madera del estilo años 50 y vitrinas con botellas antiguas. Sumaron también objetos históricos al decorado. “El Blanco sigue abierto. Lo alquilamos a gente interesada con quienes tenemos buena relación. Yo paso a saludar cuando tengo tiempo”, cuenta Miguel Ángel, quien más allá de la disputa histórica entre bares lamenta el reciente cierre del “otro Blanco” y se preocupa por quienes quedaron en la calle en tiempos de pandemia.
¿Cómo sigue esta historia? ¿Quedará vacío el local de la ochava noroeste luego de que la pandemia se llevara puesto el bar que allí funcionaba? ¿Habrá después de una década un solo bar en la esquina de Alem y Pellegrini? Miguel Ángel no sabe. Nadie puede anticiparlo. Pero algo está claro: la tradición gastronómica iniciada por un inmigrante español hace casi un siglo sobrevive y, gracias a los giros en la trama, genera pasiones encontradas. Como si fuera un clásico rosarino.