La Champagnat además de una escuela es un termómetro que mide la transformación de los últimos 30 años de Villa Banana. En 1992 los Maristas de Rosario compraron un terreno al ex Ferrocarril Belgrano, en Rueda al 4500, y en 1993 empezaron a dar clases con multigrado, un único curso con distintas edades, en los viejos galpones de madera. Privada, religiosa y gratuita, nació como un espacio abierto en el corazón de ese barrio popular de zona oeste y su historia está atrevasada por las tensiones del lugar.
El predio de una hectárea quedó fragmentado por la expansión irregular de los pasillos y las viviendas precarias. “Los vecinos pasaban por adentro de la escuela para hacer mandados o por este lugar, que era lo de Bety”, recuerda Ezequiel Núñez, el profesor de Educación Física y vecinos, mientras señala el piso de lo que fue una casa de familia ya derruida para abrir una calle.
Después de la degradación social de los 90 y el estallido de 2001, el narcotráfico y las bandas con penetración en los barrios comenzaron a extenderse. Las balaceras y las peleas surcaban las aulas hasta que, a pedido de los padres en las asambleas, en 2003 delimitaron las instalaciones con un cerco. Pero afuera los tiros y las muertes siguieron (y siguen pese a haber mejorado la situación por la urbanización). Claro que la comunidad no es solo eso: hay diversos talleres y hasta las madres de los chicos se animaron a volver al aula en un Eempa creado en 2022.
Ahora, a poco de cumplir 30 años (el 4 de abril), con una edificación amplia, comedor, SUM y más de 800 alumnos y alumnas de primaria y secundaria, está en el epicentro de la transformación que abre calles, acerca servicios y mueve familias. Repasar la historia de la Marcelino Champagnat es asomarse por dentro a los cambios que transitó y transita el barrio de unas 10 mil familias, “un pueblo dentro de la ciudad”, explican los directivos.
Tiros en el aula y patrulleros antes de comer
Florencia Acosta es desde 2012 la vicedirectora de la primaria que tiene 550 alumnos. Empezó como recién recibida en el jardín en 1998 y siguió con reemplazos. Vivió aquellos años donde la violencia era parte de la rutina dentro de la escuela. Le tocó tirarse debajo de la mesa de la sala de maestros en medio de una balacera. O el día que mataron a un chico y sus familiares buscaron venganza, la pelea a tiros también se dio entre las aulas y la canchita de fútbol. Tuvo que sacar a los niños y las niñas del recreo y sentarlos dentro del aula, sin pararse para no quedar a la altura de alguna ventana.
Florencia recuerda la tensión del momento pero dice que “los chicos están acostumbrados”. “Más de una vez yo les pregunto si eso que se escuchó es un cohete y ellos me dicen que no, que fue un balazo. Y cuando algo así ocurre ellos saben donde meterse para no quedar expuestos. Los lunes suelen contar cosas que pasaron el fin de semana o que se tuvieron que quedar encerrados por el peligro”, agrega.
¿Cuáles son las consecuencias para chicos y chicas de 4, 6 u 8 años de acostumbrarse a esos niveles de violencia: en la calle, en la puerta de la casa, en la escuela? ¿Qué le pasa a dos adolescentes que mientras esperan sentados en el playón polideportivo para entrar al comedor de la escuela los detiene un patrullero policial este mediodía que Rosario3 recorre el lugar?
La camioneta del Comando se detiene y toca muy leve la bocina para notificar lo evidente. Mientras se bajan tres agentes, los dos pibes con gorrita se levantan de forma automática, sin alerta ni sorpresa. Como un trámite más, eluden los juegos fijos de la plaza y apoyan las manos en el capot. Les revisan los bolsillos y una mochila. A un costado los otros, más chicos, que recién pateaban una pelota, miran la escena. Hay una conversación. Los directivos de la escuela Champagnat también son testigos. Eso, especulan, garantiza que esta vez no haya violencia sin motivos.
La requisa termina, el patrullero se va y los dos pibes que antes era dos más ahora caminan hacia el comedor con la marca del hecho reciente. Entran en busca de un guiso de fideos.
–Pasa todo el tiempo. A mi también me detuvieron porque salí todo sucio del taller de herrería que coordino y en la mochila tenía las herramientas –cuenta Ezequiel, el profe de Educación Física que además sostiene un espacio de Santa Fe Más para jóvenes fuera del sistema educativo, vive en el barrio y cursó en la Champagnat.
“Sin nada en la panza la cabeza no funciona”
Cuando Ezequiel nació la escuela no existía. Ahora tiene 30 años y es profesor. Fue uno de los primeros en hacer el nivel inicial y la primaria en la número 1422. Los recreos eran largos porque las maestras tenían que buscar a los chicos trepados a los árboles o alguno se había ido a la casa a tomar un jugo. El patio se confundía con la trama de la villa.
Hizo hasta 9° año de la vieja educación básica (EGB) y ahí se topó con un problema que enfrentan muchos adolescentes de los barrios de Rosario. Tuvo que buscar una secundaria lejos porque no había cerca de su casa. Hasta ese momento, trabajaba en una ferretería y después comía y estudiaba en el único establecimiento del lugar.
Pero ese año empezaron los problemas: salía a las 6.30 para tomarse el colectivo, llegaba a las 8 para los talleres de la Técnica 6 de calle 1° de Mayo, pasaba el mediodía sin almuerzo en el centro y a la tarde cursaba. “Estaba días sin comer. Sin nada en la panza la cabeza no funciona. Acá el comedor es parte fundamental de la escuela”, compara Ezequiel.
Después de cuatro meses de intentarlo, la deserción del entonces Polimodal aparecía como un destino. Pero la Champagnat habilitó esos tres años finales (que hoy son la secundaria) y Ezequiel regresó al barrio. De los 30 que eran de su promoción de EGB, solo diez pudieron seguir estudiando.
Después probó en Enfermería pero tras cinco meses de precurso lo dejaron afuera por no haber hecho el ingreso online. “No tenía computadoras ni sabía usarlas”, recuerda. Trabajó como plomero, empezó a sumarse a las actividades de los Maristas de los fines de semana como animador infantil y le dieron ganas de seguir en ese rol.
“Me puse a estudiar el profesorado de Educación Física. También fue raro porque yo nunca había hecho deporte. Trabajé desde los 12 haciendo de todo y eso te quita todo tipo de posibilidades”, dice Ezequiel mientras su hijo de 3 años lo tironea para jugar.
Un temblor en las calles
La urbanización de Villa Banana es una política de Estado que comenzó con las gestiones municipales, provinciales y nacionales anteriores y que se financia mediante organismos internacionales. Se diseñan planos y se ejecutan de acuerdo a esos cánones. Hay límites. Por eso, por ejemplo, quedaron afuera dos manzanas del barrio hacia el norte de 27 de Febrero, donde se levanta una escuela popular y se recuperó un club tomado por grupos narcos.
Esa discriminación será, en principio resuelta, gracias a una coordinación entre la organización Causa que reclamó por ese “olvido”, la Municipalidad y el programa nacional que coordina los trabajos en los barrios populares de todo el pais (la Secretaría de Integración Socio Urbana o Sisu).
Acá, del otro lado de 27 Febrero, hacia el este, la urbanización avanza con apertura de calles. Eso que suena muy sencillo en el territorio parece un bombardeo. Convertir pasillos angostos y torcidos en vías rectas y anchas para que transiten autos implica demoler casas. Antes de eso hay que reubicar a las familias y, antes, negociar y construir esas viviendas.
Frente a la Champagnat, por lo que será la calle Rueda hasta la proyección de Pascual Rosas, hay escombros. Los restos de ocho familias que fueron trasladadas al nuevo barrio Bonano, detrás de Rouillón y Seguí. Varios alumnos se fueron para allá aunque siguen asistiendo a la escuela. Los que se quedan acceden a una rareza: una dirección exacta, requisito para cualquier trámite formal. Como este frente que luce en liquid paper blanco sobre fondo negro: Rueda 4492.
Entre los escombros y los huecos que dejó la primera tanda de viviendas demolidas, aún existen casas en pie. Incluso dentro de la hectárea que corresponde a la escuela. Al quedar como islas sueltas el conflicto se hace aún más visible. Los casos son variados: una mujer, por ejemplo, no es propietaria sino que alquila hace muchos años. Ella se niega a irse porque no le tocaría una nueva vivienda en compensación.
Un poco más atrás, sobre lo que será Virasoro, Mónica y su marido juntan ladrillos enteros entre los restos: fragmento de paredes, un tirante de madera quebrado, un espejito decorado estallado en el suelo y la parte de un mueble o cama con inscripciones que no se leen.
–Me gusta cómo está quedando, abren acá y está un poco más tranquilo. Antes había mucho tiroteo y ahora los chicos aunque sea pueden salir.
Horacio Magaldi es el representante legal de la institución desde 2019. De su primer año en el lugar, recuerda el dolor que le produjo el crimen de una adolescente que había regresado a la escuela. No fue el único asesinato de un chico ese año. Aunque la situación mejoró en esas cuadras, las balaceras continúan. Hubo una por Lima que obligó a la portera a esconderse o el ataque desde una moto por Rueda, a 10 minutos de la salida del turno tarde.
Horacio tiene 77 años y selló sus votos religiosos hace 60, el doble que la escuela. Con la paciencia de quien ha vivido, dice que los problemas se superarán pero quiere dejar sentado dos cosas. La primera es un pedido a los trabajadoras de las obras: que no los dejen sin gas porque afecta a la cocina del comedor. La segunda, refuerza, es que espera con “expectativa” una reunión con el Servicio Público de la Vivienda (SPV) por esas casas que impiden una mayor expansión de la escuela, que él llama “obra”.
Aprovecha para recordar que los plazos para terminar el asfalto sobre Rueda es abril. No se trata solo de calles abiertas y asfaltadas, eso mejorará los servicios. En especial el ingreso de ambulancias y taxis. Lo más común es que los propios maestros o vecinos trasladen a los hospitales ante cualquier emergencia. Ya ni siquiera esperan la asistencia (“nos dicen que es una zona roja”, explican). Tampoco hay internet en la zona (enrte la vía, Avellaneda y 27 de Febrero) y la mayoría de los vecinos se cuelga de la luz de la Champagnat.
La comunidad sostiene
Ezequiel dice que algunos colegas no quieren dar clases en el barrio porque alguien fue víctima de un robo o incidente. Pero muchos otros, son entre 80 y 100 en total, eligen quedarse por el grupo de trabajo y las actividades que se generan con la comunidad. “Lo que pasa es que lo malo corre rápido y lo bueno llega con delay”, resume.
El joven que es profesor desde 2017 y que este año mandará a su hijo a esa misma escuela piensa que ser del lugar tiene cosas buenas y no tanto, porque los alumnos y las alumnas a veces le responden: “¿Qué me das órdenes si vos sos vecino mio?”. Pero Roberto Fleba, director de la secundaria, sale al cruce y complementa: “También lo buscan para contarle cosas y lo tienen como un ejemplo: es alguien que llegó a maestro saliendo del mismo lugar que ellos”.
Roberto está en el bachiller con salida en Ciencias Naturales desde 1999 y le pone cifras a la expansión, que acompañó a su vez la población del lugar: a la primaria asisten 550 chicos y chicas, a la secundaria 230, el año pasado empezó un Eempa para las madres de alumnos (20 más), más tres talleres de herrería, carpintería y panadería (35 jóvenes).
El comedor no cierra. En verano alimenta a 100 o 120 personas de lunes a viernes. Durante el ciclo lectivo cocina 400 raciones en tres turnos, además de desayuno y merienda para 800 en total. El pan y las facturas son de elaboración propia. “Acá es duro pero es cómodo, porque nos importa el otro”, resume Horacio.
La urbanización sigue. A una cuadra y media, por Rueda esquina Valparaíso, trabaja una máquina retroexcavadora sobre la calle. En la placita de la esquina, la frase le aclara a cualquier visitante ocasional: “Somos mucho más que lo que dicen de nosotros”.