A propósito del 170º aniversario de la muerte del general José de San Martín, la vicegobernadora de Santa Fe, Alejandra Rodenas, publicó un texto en el que destaca aquella gesta de uno de los prohombres más importantes de la historia del país y del continente, en interacción con este presente que demanda organización, responsabilidad y cuidados frente a la pandemia del coronavirus.
El texto completo:
El 17 de enero de 1817 San Martín inicia lo que daría en llamarse la Campaña Libertadora del Ejército de los Andes.
Fruto de su experiencia en el Ejército del Norte y luego de sendos intercambios con Manuel Belgrano y Miguel de Güemes, su visión del mundo de aquel tiempo le señalaba un camino posible: la expedición libertadora de Argentina, Chile y Perú.
Desde 1815 España y su ofensiva amenazaban nuestra independencia y pretendía recuperar los territorios americanos para volver a tender sobre ellos el manto absolutista del Rey Fernando VII.
La estrategia de San Martín consistía en cruzar la cordillera de los Andes, liberar a Chile, desde allí avanzar a Lima y finalmente y con la ayuda de Simón Bolívar emancipar para siempre nuestro territorio sudamericano del dominio realista.
Leo el recorrido, lo observo en un mapa y recurro a otras cifras.
El Ejército de los Andes se conformó con parte del Ejército del Norte, del Litoral y con la incorporación de civiles, gauchos, mestizos, esclavos libertos y voluntarios de diversas clases sociales, pero con un fuerte predominio de los sectores populares.
Todos, sin excepción, recibieron entrenamiento militar en los cuarteles del Campo de Plumerillo y como los pedidos al gobierno central no siempre tuvieron una respuesta positiva, tuvo que acudir a recursos de la sociedad civil. Esa enorme e intensa gesta del pueblo mendocino quedará grabada en la memoria de todas y todos como lo que fue: un campo de batalla anticipado, un discurrir de manos y brazos que no permitieron que la vanidad ni el apego conspiraran contra ese interés que José de San Martín transmitía con entusiasmo.
Las crónicas del cruce son innumerables.
Las escenas del frío y de los cuerpos cansados y adoloridos se mixturan con la belleza irredenta de un territorio a vencer y, a la vez, de un enemigo que San Martín se encargaba de no subestimar.
Confiaba en su Ejército y en sus columnas.
Confiaba en Soler y en O'Higgins, en Las Heras y así se lo escribía a su amigo Tomás Guido. Confiaba en la Virgen del Carmen y en los más de 5000 hombres que lo acompañaron. Y confió en la entrega de las mujeres mendocinas y en su compromiso ético y político, un costado de la lucha por la independencia que implicó más que la donación de joyas. Fue un claro gesto emancipatorio que pondría en valor el deseo soberano de quienes no habían sido pensadas para la batalla, pero, aun así, la estaban dando.
Claramente no soy historiadora, soy abogada.
Pero he estudiado historia en una casa materno paterna en la cual los libros siempre fueron protagonistas de todas nuestras decisiones.
Seguí el derrotero de nuestra lucha por la libertad de darnos nuestro propio gobierno e instituciones desde la universidad y desde la política. Siempre desde mis convicciones democráticas y desde mi apego absoluto por la institucionalidad y el respeto por la Constitución y las leyes.
Me siento parte de un movimiento que ancló su identidad en aquella gesta, en el grito de Mayo y en la osadía de Julio.
He recurrido a los textos y a la escucha, al diálogo y a las tensiones para entender las frágiles fronteras que sostienen ciertos argumentos cargados de omisiones que hoy atraviesan nuevamente las discusiones en nuestra patria.
El Cruce de los Andes me conmueve, me conmueve como gesta y también como metáfora. Me conmueve por su irrefutable existencia y por su aura iluminadora.
Y me conmueve hoy, sentada frente a una computadora y una página en blanco en la cual intento pensar cuán estremecidos estuvieron esos espíritus y esas miradas cuando imaginaron que era posible consolidar un sueño de libertades.
Y allí me detengo.
En la libertad.
Y la sitúo, la adjetivo y la connoto.
Me atrevo a pensar que pueda ser resignificada y parte inescindible de una ética de cruces y nuevas gestualidades que se animen a interpelarnos en este siglo que transita golpeado su segunda década.
Golpeado y malherido por un virus acechante y desconocido que nos obliga a pensar en las y los otros con una amorosa y cuidada distancia. No me siento en condiciones de evaluar, al menos en esta suerte de presente continuo que nos impone la pandemia, que actos de la sociedad civil son parte de una maquinaria de colonización del pensamiento o consecuencias de viejos resabios de discusiones no resueltas que merecen, al menos, un piso de coincidencias para no herir más las fronteras de nuestras identidades.
Pero si de algo me siento parte, es de aquellos que hoy deseamos suturar los márgenes de la sinrazón y la desmemoria.
Aquellas mujeres que vieron fundir sus joyas para contribuir a una causa emancipadora sabían que la mirada de los visionarios suele estar atravesada por la superación de los propios límites.
San Martín puso su cuerpo al servicio de un cruce histórico y transversal.
Puso su cuerpo, su inteligencia y su amor.
Sí, también fue un acto de amor supremo su entrega y su cansancio, su cuerpo enfermo y lastimado.
A riesgo de ser contrafáctica me pregunto qué cruce estaría imaginando en este presente distópico y pandémico que nos toca transitar.
Que íntima utopía estaría enhebrando con los lazos de aquella épica y la que hoy estamos necesitando.
Y a riesgo de ser osada en mi modo de pensarlo, creo que ese Ejército de hombres nobles y de mujeres despojadas hoy acompañarían cada paso, cada medida, y cada recomendación de los que han optado por pensar en una Argentina Unida.
En una Argentina que cuida, que sana y que entiende que este Estado que hoy nos ampara, no es otro que aquel que se forjó en aquellas batallas y en aquellas reivindicaciones. Un Estado cuya presencia garantiza que el pulso de la vida triunfe sobre el pulso de la muerte.
Y que confía en que todos y todas los que sienten que este 17 de agosto, cuando conmemoramos el paso a la inmortalidad de un visionario que eligió incluso el exilio para contribuir a la pacificación de la patria, lo hagamos con el discernimiento y la lealtad que se merece.
Seamos testimonio de lealtad a una historia, a los cruces, a los verbos que conjugan los diálogos y los consensos, a las palabras que desalojan las sobreactuaciones. Seamos leales a todo esto para derrotar definitivamente de nuestro léxico la idea de un enemigo a vencer que no sea otro que nuestra propia incapacidad de sentirnos parte de un universo conceptual que nos abrace y contenga.
A tu salud, José de San Martín.
Y a la salud de millones de argentinos y argentinas, que hoy se cuidan individualmente, pero con la mira en un cuidado colectivo que se torna comunidad.
Hoy honramos tu memoria habilitando nuevos cruces, nuevas miradas y nuevos pactos racionales de hombres y mujeres libres que entienden que la libertad también sabe de límites y de consagraciones éticas insoslayables para que nuestras instituciones sigan funcionando.