Elena dice que tiene identidad: nació en Rosario hace 51 años, es profesora de inglés y con sus primos comparte un clan numeroso y cercano. Pero no tiene identidad de origen: sus padres le contaron a sus 9 años que era adoptada, al igual que su hermano mayor, pero no sabían o no podían o no querían revelarle más datos. No conoce cómo se llaman su mamá y su papá biológicos, ni pudo reconstruir la verdad de cómo llegó a su familia. Preguntó hasta el dolor y los buscó de todas las maneras posibles.
La última iniciativa, hace cuatro años, fue recurrir a una empresa que hace ADN y lo compara con un mapa mundial de posibilidades. Una travesía que puede iluminar o enloquecer. Y puede, también, como ocurrió en su caso, mutar a otra cosa: ayudar a una mujer de Alemania con una historia similar a la suya. Ayudar a Nadja, que resultó ser la prima de su primo y que habría sido apropiada en Buenos Aires en 1977.
La fuerza de una pregunta
Elena siempre pensó por qué era tan distinta de su hermano diez años mayor. Sus padres le contaron que los dos eran adoptados porque ellos no podían tener hijos. “Cosas raras –dice ella ahora, cuatro décadas más tarde–: primero no quería preguntar nada porque me daba miedo que mi mamá sufriera, pensaba que me iba a querer menos; fantasía de niños”.
Pero el tiempo pasó y las inquietudes se expresaron. Entonces se enteró que el hermano venía de una familia muy pobre de 9 hijos y que su mamá sufrió mucho con esa relación. “En mi caso ella no quiso saber nada de dónde venía yo y el que estuvo vinculado fue mi tío, que era ginecólogo”, cuenta.
El único documento que tiene es un certificado de nacimiento falso: sus padres biológicos no aparecen y ni siquiera el sanatorio anotado fue la sede real del parto (se hizo en una clínica privada). Solo la fecha de nacimiento, 19 de noviembre de 1969, y el nombre del obstetra, muy reconocido en Rosario, son válidos.
La ausencia de certezas nunca permanece intacta: ese vacío se llena de dudas, de medias verdades, de relatos que pueden o no ser reales. La historia reconstruída después de suplicar por algo de información, de insistir hasta ser una molestia para todos, es la siguiente: una chica de 17 años embarazada y la madre se presentaron en el consultorio del tío ginecólgo. La mujer mayor le dijo que el papá de esa criatura era un “noviecito hippie de 18” y que debía abortar. El médico, católico y conservador, propuso darle otro destino a esa niña: los padres de Elena.
“Me dijeron que eran de zona sur, cerca del ex Batallón 121, y que tenían familia en San Nicolás pero nada más. ¡Qué me importa que sea hippie, decime el apellido!”, reprocha a la distancia, con un humor que tapiza la ira y la hace narrable. “También me dieron respuestas ridículas, que el papelito de la adopción lo tiraron a la basura, que se quemó; es imposible de olvidar una historia así”, piensa.
Al revisar el camino, las palabras empiezan a tener otro peso. “Ser adoptado es algo legal, con lo cual al ser irregular la palabra es incorrecta. Algunos se llaman apropiados, yo todavía no lo elaboré de esa manera, prefiero ser una buscadora de origen”, dice Elena y aclara sobre las personas que transitan el mismo proceso: “Existe un colectivo, aunque heterogéneo. Hay una bandera que nos une pero que no tiene la difusión pública necesaria, no tiene la visibilidad de los hijos de los desaparecidos. Nadja, por ejemplo, también fue un bebé apropiado durante la última dictadura”.
ADN: un universo paralelo
En 2017, el marido de Elena le habló de empresas que realizan estudios de ADN y comparan esos resultados con sus propios bancos genéticos. Después de investigar cómo hacerlo y enviarlo al exterior sin caer en los tabiques de la burocracia, el 26 de julio de ese año se hizo el test con la empresa de Estados Unidos Family Tree DNA.
“Ellos te mandan el kit, que es como un hisopado de covid, y en Argentina necesitás un permiso de Anmat (por ser muestra biológica) que es muy compleja. Pero gracias al trabajo que hizo una de las primeras personas que abrió el paso en este tema, Alejandra Gurovici, el laboratorio de Ramiro Colabianchi (médico genetista) se ofrece a mandarlo y facilita las cosas. Muchos dependemos de él y su buena onda”, explica Elena en relación a las personas de la ONG Nuestra primera página.
“Con ese ADN –sigue– empiezan a buscar coincidencias de origen étnico (por países o regiones) según tu composición genética. Y cualquier otro ADN que contenga coincidencia con el tuyo te lo marca con un porcentaje”.
Esa misma información se puede subir a otra empresas del rubro y el panorama se abre. Empiezan a llegar los mails con nombres de personas desconocidas que podrían ser primos terceros o cuartos. En algunos casos puede aparecer la palabra “hermano” o “madre” o “primo hermano” y la búsqueda se acelera. A quienes no, como a Elena, todo se dilata y la ansiedad crece. Ella revisa las novedades como quien chequea la casilla de mail o el Whatsapp. Cada tanto aparece una pista sumada a un árbol genealógico de un posible familiar lejano. Entonces se inicia un trabajo artesanal y complejo de triangulación: cruzar mapas de apellidos hasta que alguna pieza encaje; partes dispersas de infinitos rompecabezas.
En esa tarea, Elena se topó con una coincidencia de un probable primo lejano que era de Rosario. Allá arriba, un abuelo tenía el mismo apellido que el obstetra de su parto. Nuevas preguntas retumbaron. Sus padres y su tía ya habían muerto pero aún estaba vivo su tío, el que gestionó la ¿adopción, compra, apropiación? Pese a que estaba internado y con un Alzheimer avanzado, ella fue a preguntarle, una vez más.
Lo habló primero con sus primos, a quienes quiere mucho pero no siempre entienden su búsqueda. “Tenés siempre que pedir disculpas, como si estuvieses enjuiciando a alguien (que es verdad que lo enjuiciás), en lugar de agradecer el lugar que te dieron. Se genera una cosa culposa, densa: siempre molestás. Pero no lo hago por lo emocional, quiero saber el apellido”, intenta resumir esa complejidad. Grabó la charla con su tío. Dice que fue “una obra de teatro”. Él postrado en una cama, ella camuflando su rabia en cortesía, sus primos del otro lado de la puerta controlando: “A veces divagaba, a veces no contestaba, otras parecía coherente, hasta que le pregunté”.
–¿L. es mi padre?
–No directamente.
“¿No directamente? ¿Qué significa; es cierto, lo acaba de inventar? Esa fue la última vez que hablamos. Al año siguiente se murió”, relata.
A Elena le llegaron unas seis mil notificaciones desde las tres empresas de ADN a las que se suscribió. “Miles de horas mirando árboles genealógicos. Te genera mucha ansiedad, seguirlo es muy enloquecedor”, define. Asegura que se hartó, que lo dejó. Pero después reconoce que lo sigue revisando: “Es una tómbola pero capaz algún día”. Capaz. No puede soltar, así nomás, como recomiendan los tatuajes de moda.
Y allá lejos, Nadja
Cuando no había mucho más por hacer ni a quién preguntar (recurrió hasta a una enfermera, supuesta amante del obstetra), el primo incondicional de Elena se sumó a su cruzada y se hizo un ADN, también a través de esa empresa. “Es como donar sangre pero en este caso es ser donador de identidad. El que comparte su árbol genealógico te está danto la posibilidad de que seas su pariente”, explica.
Todo eso ocurrió en una zona de la realidad donde el Estado no pisa. El resultado de ese estudio no arrojó ninguna novedad para ella pero abrió una puerta impensada. Desde Alemania, Nadja se presentó y le escribió para avisarle: son primos.
Las dos mujeres nacieron un 19 de noviembre pero a diferencia de Elena, el año de nacimiento de Najda fue durante la última dictadura cívico militar argentina: 1977. Sus padres son una pareja europea que vivía en Buenos Aires y daban clases en la escuela Goethe. Años después se volvieron a su país con ella. Según le dijeron, fue adoptada y su familia biológica eran “irlandeses de la villa que no podían criarla porque eran muy pobres”.
Como Elena, Nadja preguntó más pero su madre se ofendió con ella. La creyó desagradecida. Se pelearon. Ella siguió con su búsqueda. Solo sabía que había nacido en una clínica de Martínez con una partera conocida y denunciada por entregar chicos durante la dictadura. Se creyó hija de desaparecidos y viajó a la Argentina para cruzar su ADN con el Banco Nacional de Datos Genéticos (BNDG), creado por Abuelas de Plaza de Mayo, pero dio negativo.
“Muchos años después, con el auge de las empresas de ADN, Nadja encontró un pariente cercano, mi primo”, resume Elena, que ahora cuenta la otra historia como propia. Ella y su primo hicieron de detectives familiares para colaborar con Nadja. Lo primero fue determinar por qué rama era pariente: por madre o por padre.
En el medio, apareció un primo de su madre que les contó que él perdió a su hermana en 1977 y que nunca más apareció. Les llevó tres meses determinar que no tenían relación uno y otro caso. Consiguieron que una tía (lado materno) se hiciera un ADN. Otra vez compraron un kit (sale entre 50 y 100 dólares) y se encargaron de mandarlo a Estados Unidos. Negativo.
Buscaron una tía segunda, lado paterno, y allí obtuvieron una coincidencia: era la tía de Nadja. Ellos son descendientes de irlandeses, lo que coincide en parte con la historia que le contaron los padres alemanes. Elena mandó un mail avisando al resto de la familia de las novedades. Son ocho hermanos y uno de ellos podría ser el padre o madre. Pero ninguno admitió conocer nada sobre aquella niña, hoy mujer en Alemania.
Sin más herramientas, Elena le dijo a quien considera su prima: “Vení a la Argentina y trata de conocer personalmente a tu familia”. Nadja le respondió que sí, que en diciembre de 2019 viajaría. Pero durante unas semanas se cortó la comunicación que era muy fluída. De pronto, la prima alemana reveló que no iba a poder viajar, la tenían que operar de un cáncer de tiroides. En 2020, la pandemia y una segunda intervención frenó todo. Acá y allá quedaron en modo espera.
“Nadja nos adoptó como familia. Su marido, que yo no lo conocía, me llamó a mi para avisarme que la operación había salido bien. Me hizo llorar de emoción que me quisieran contar eso. Ella dice que nos extraña, por lo menos ya tiene un apellido”, piensa y sigue: “Nuetras historias son dos más dentro de los muchos buscadores que existen. Las organizaciones creen que podríamos ser tres millones de personas buscando nuestro origen. El banco nacional de ADN no acepta mi muestra ya que soy de 1969 y ellos se ocupan de hijos de desaparecidos a partir de 1976. El resto quedamos en un limbo que a nadie le interesa”.
“Todos fuimos bebés vendidos o apropiados por parejas que no querían esperar la burocracia de la adopción legal. Todos somos hijos del tabú. Antes era muy vergonzoso decir que eras adoptado. Todos somos hijos de pactos de silencio, dónde están involucrados médicos, parteras, enfermeras. Recién hace pocos años se exige una ley de identidad de origen nacional, pero todavía no es posible acceder a un banco de datos argentino, gratuito”, agrega.
Y en ese punto, la búsqueda individual se hace colectiva. Aunque en el caso de Elena fue una tarea solitaria, en Santa Fe se sancionó en 2017 una ley que regula el apoyo estatal a quienes buscan su identidad de origen. Demoró en ponerse en marcha pero la nueva gestión de la Secretaría de Derechos Humanos tomó el tema y esta semana presentarán un caso de dos hemanos que se reencontraron gracias a una investigación realizada en Rosario. Fue posible gracias a un ADN que financió la provincia. Aunque el pedido de un banco de datos genéticos públicos aún está lejos, es un paso adelante.