Expertos del Conicet y el Museo de La Plata identificaron marcas de origen antrópico –es decir, hechas por humanos– en el esqueleto de un gliptodonte hallado a orillas del río Reconquista, cerca del Dique Roggero, en el límite entre las ciudades bonaerenses de Merlo y Moreno, que datan de 21 mil años atrás, esto es unos 5 mil años antes de la etapa histórica en la que está aceptado que llegaron los primeros pobladores al continente americano.
“El hallazgo se configura como la primera evidencia de interacción temprana entre los primeros habitantes y la megafauna que habitó estas tierras”, señala un artículo del Conicet publicado este miércoles con la firma de Marcelo Gisande.
La conclusión de los expertos surge de una serie estudios desde múltiples enfoques que se realizó sobre el esqueleto incompleto de un gliptodonte perteneciente al género Neosclerocalyptus –pariente de las mulitas y peludos actuales y extinto hace 10 mil años– con partes articuladas, compuesto por las vértebras y el tubo caudal, o estuche de la cola.
El fósil fue hallado por Guillermo Jofré, autodidacta de la paleontología que tiene a su cargo el Repositorio Paleontológico Ramón Segura de Merlo, a quién le llamaron la atención las singulares características que presentaba: múltiples rayitas en los huesos y osteodermos –placas óseas– que no parecían ser aleatorias, como pueden ser las marcas del ataque de otro animal o la acción de roedores sobre los huesos fosilizados, sino que seguían patrones uniformes.
“El paradigma de poblamiento dice que los seres humanos llegaron a América hace 16 mil años, pero ocurre que desde hace un tiempo empezaron a aparecer evidencias más antiguas en Brasil, Canadá, Estados Unidos y México, entre otros lugares. Hay toda una visión tradicional que dice que esas son anomalías, que no se sabe bien cómo se dieron, pero ya hay estudios muy serios publicados en revistas prestigiosas que ubican el ingreso entre 20 y 30 mil años atrás”, explica los investigadores del Conicet Miguel Delgado y Mariano Del Papa.
“Lo primero que quisimos saber fue la antigüedad, porque cuando vimos la estratigrafía del lugar del hallazgo, es decir las capas de sedimento que se van acumulando, el fósil estaba muy abajo, lo que nos daba la pauta de que era algo muy viejo”, comenta Martín de los Reyes, otro investigador y autor del trabajo.
En ese sentido, el equipo se valió, por un lado, de datos científicos que ya se contaban para el sitio. Justo debajo del lugar donde estaba el esqueleto ya se había encontrado un tipo de caracol que databa de 32 mil años, y apenas por encima del cuerpo el fechado radiocarbónico –un método que se basa en la medición de la cantidad de carbono 14 que contiene un material– del sedimento marcaba 17 mil años.
Por otro lado, mediante una técnica muy usada por paleontólogos y arqueólogos, se realizó la datación de la edad de los huesos: “Para la datación más común se usa el colágeno de los huesos, pero como ya no quedaba nada de colágeno en ellos, fechamos la bioapatita, que es su parte mineral. Ese análisis, que se hizo en Francia y fue la primera datación en hueso de un Neosclerocalyptus, nos dio como resultado que el esqueleto tiene 21 mil años”, contó Delgado, y destaca que, puestos en contexto, las conclusiones del análisis óseo y del estrato son consistentes cronológicamente.
Lo que quedaba por analizar era el origen de las marcas que presentaba el esqueleto, tanto en las vértebras como en los osteodermos del tubo caudal. “Hay varias formas en las que se puede dar una marca, como la acción de carnívoros y de otros agentes tafonómicos [relativo a las leyes del enterramiento] –por ejemplo, roedores que roen los huesos–. Pero estas eran distintas, no eran aleatorias, seguían patrones de corte”, subraya Delgado.
Y agrega: “Son muy parecidas a marcas experimentales ya documentadas hechas por humanos, y eso es lo que buscamos comprobar mediante escaneos 3D y análisis cuantitativos”. Según resalta de los Reyes, “el patrón es de desposte, como los cortes que hace un carnicero, en lugares específicos como las inserciones musculares o los tendones. Ahí cortaron. Lo carnearon”.
En vida, el animal era un acorazado de mediano a grande, con un peso de alrededor de 400 kilos, 90 centímetros de alto y un largo total, contando cráneo, coraza y tubo caudal, de 1.30 metro.
“El esqueleto estaba panza arriba y, si bien no sabemos el contexto, es decir, si fue producto de la caza o del aprovechamiento oportunista, los patrones de las marcas sugieren un claro origen humano”, detalla el experto.
“La mayoría de las marcas de corte están hechas en el tren trasero, entre la cadera y la cola, donde estos especímenes tenían la mayor cantidad de carne. Primero sacaron una parte del anillo caudal, luego cortaron los tendones. Es decir, siguieron una serie de pasos intuitivos con el objetivo de sacar los músculos más prominentes y comerlos”. Además del patrón de desposte, el equipo halló otros patrones, como la forma de las marcas y la fuerza usada según la mayor o menor dureza de los huesos.
Según el equipo de profesionales, el lugar del hallazgo es muy rico desde el punto de vista paleontológico, por lo que futuras excavaciones y análisis adicionales de los materiales recuperados continuarán develando secretos sobre los primeros habitantes de estos territorios.
El hallazgo "pone en la agenda que hubo humanos en la región mucho antes de lo que se pensaba. Es una evidencia temprana, indirecta, de su primera etapa exploratoria. Era un contexto hostil, con un clima frío y seco y un ambiente dominado por la megafauna, con megaterios, gliptodontes y tigres dientes de sable, entre otros animales, por lo que la supervivencia pudo ser muy difícil. Al comienzo, exploraron el espacio, y luego vino el asentamiento efectivo. Por eso la rareza de este descubrimiento”, concluye Delgado.