El mito señala que la primera edición de “Las colinas del hambre” que la escritora y periodista bonaerense Rosa Wernicke, quien vivió gran parte de su vida en Rosario, publicó en 1943 ilustrada por quien fuera su pareja, el pintor Julio Vanzo, fue mandada a quemar por un hombre que se sintió identificado con la obra. Un ejemplar, amarillo y desgastado por el tiempo, descansa en una nutrida biblioteca de Pichincha, a salvo del fuego. Abrirlo y adentrarse en sus páginas es un desafío para el alma que se sensibiliza con la miseria, la desigualdad social, el padecimiento de la carencia y del olvido. La novela social de denuncia, uno de los primeros textos latinoamericanos que aborda la sobrevivencia en una villa miseria, recrea lúcida y descarnadamente, la existencia sufrida de un puñado de entrañables y viles personajes en el barrio Mataderos de Rosario en 1937.

La zona, pegada a la ribera del Paraná hacia donde se extiende irregularmente ondeada, sigue en pie en 2022. Hoy es Villa Manuelita y muy poco ha cambiado.

“El ciruja caminaba lo más rápidamente posible que podía. Iba hacia su barrio, hacia su mundo escondido allá, al otro lado del puente del ferrocarril Rosario a Puerto Belgrano. Primero el asfalto: Urquiza, Córdoba, Maipú, Avenida Pellegrini, luego el adoquinado: Necochea, Ayolas, Esmeralda, Berrutti, Convención y, finalmente, vendría el callejón sin pavimentar hacia el vaciadero. Iba hacia su mundo situado entre un puerto activo, una elegante avenida de circunvalación, todavía en proyecto, una calle con nombre de piedra preciosa y otra con nombre de prócer o de balneario”, escribió Wernicke -como un modo de conducir al lector a ese infortunado rincón- sobre uno de sus protagonistas, Julián Alegría. Este hombre comía y se vestía de las sobras y desechos que lograba reunir en el centro, los cuales cargaba sobre sus hombros por decenas de cuadras.

Una de las ilustraciones de Julio Vanzo en la primera edición.

Hoy, en Villa Manuelita, muchos varones y mujeres se ganan la vida cartoneando y haciendo changas para juntar algunos pesos. El sector más crítico del barrio es el que la periodista nacida en Pergamino identificó con las colinas, casi 80 años atrás. Describió un área ondulante donde la tierra hecha barro se mezclaba con la basura que sus habitantes no podían evitar pisar, muchos de ellos descalzos (“…el vaciadero, quedaba ese rincón de la ciudad con sus miasmas y sus criaturas bacilosas, con su hambre, con sus piojos y su legión de explotados”). Las calles Ayolas y Necochea dibujan sus límites por estos días con casas sencillas de material y asfalto. Sin embargo, desde allí hacia la ribera el mapa se recrudece con la proliferación de casas precarias, armadas con cruces de ladrillos huecos, chapas y cartones, amontonadas en pasillos donde los servicios no existen. Empeora sobre Ayolas (hoy a esa zona se la conoce como Bajo Ayolas) donde las casuchas se apiñan haciendo equilibrio en los terrenos zigzagueantes.

Villa Manuelita en su parte más próspera y ordenada.

Marina y Flavio no leyeron a Rosa Wernicke, pero conocen en carne propia lo que la mujer reveló en 1943 provocando un verdadero sacudón a la literatura local que le valdría reconocimiento al igual que hostilidad. La pareja, que se encarga de la copa de leche “Mirta" que lleva adelante el Movimiento Evita en el lugar, sabe de las colinas del hambre y la resignación que los obliga a habitar una tierra-embudo, ocho décadas después: “La zona está como en caída, los desagües están tapados constantemente y cuando llueve el agua llega a las rodillas, en las paredes están las marcas. La gente levanta parecitas para que el agua no se meta. Están juntas las zanjas y las cloacas, no hay recolección de residuos y por más que vengan a destapar los caños que pusieron, son chicos para tantas familias. Hicieron algo bueno, pero no suficiente”, señaló la joven de 27 años quien nació en el barrio y heredó de su madre la tarea de dar de comer a sus vecinos y vecinas. “Acá antes era un ranchito, veíamos la luz del sol cuando amanecía. Mi mamá lo fue haciendo. Ahora tenemos piso. Las cosas cuestan, no estamos re bien pero sí acomodados y tranquilos”, sostuvo con un aire pausado y tranquilo.

Los estrechos pasilllos que anidan en Villa Manuelita.

Se dice que Wernicke se instaló unos días en Mataderos, en la década del 40´, junto a su compañero Vanzo. Mientras ella tomaba apuntes de la miseria, el pintor la dibujaba. En su libro, la autora exploró las huellas que deja esta condición en el espíritu y el cuerpo y las expuso sin titubeos ni paños fríos. “El carácter se agriaba con la miseria, la raza degeneraba con el hambre y toda clase de privaciones”, precisó. Sobre los niños y niñas expuso: “A los cinco años comenzaba la espantosa, tenaz, inicua lucha (…) Sus caritas reflejaban la poderosa influencia del aire malsano, de los sufrimientos y las privaciones”.

La situación de la infancia en Villa Manuelita continúa siendo una preocupación porque a la falta de alimentos y cuidados se le ha sumado la venta y el consumo de droga. Mariano Romero es encargado de la zona sur del Evita en la ciudad y dio cuenta de la gravedad de la situación: “A mí lo que me asusta en particular es que están consumiendo pasta base, hace unos años esto en Rosario no se veía y los daños que produce son terribles”, dijo. El paco es una realidad en este páramo. Solo basta una recorrida por sus pasillos tapiados y extremadamente angostos: a plena mañana, un niño de unos 8 años fuma su pipa, sentado en el suelo. Tiene la mirada perdida y dilatada, su carita enrojecida y manchada. Está en otro mundo. 

Restos de un búnker de drogas.

Marina y Flavio también están alarmados en este sentido: “No hay laburo, la mayoría de los chicos por falta de cosas en sus casas se ponen de soldaditos y se pierden. Antes se drogaban los grandes, ahora los chicos. Los ves a un costado, chicos chiquitos que se están perdiendo, de 10 años para arriba. No tienen ayuda ni alguien. Acá vienen todos, y más allá de la copa de leche nos piden de todo”, comentó a lo que su pareja agregó: “A muchos no le queda otra que vender drogas, tienen hasta 5 hijos y hay que darles de comer. Agarran lo que está al alcance. Pueden salir a cartonear, pero a veces no encontrás nada. Cada vez hay más competencia. Toda la noche y todo el día están buscando”.

Donde el embudo se agudiza, entre las casitas desprovistas, los cables sueltos, las zanjas desbordadas, se estacionan changuitos de supermercados y carros. Son las herramientas de “trabajo” a la que pueden acceder algunos, otros se la rebuscan en los semáforos limpiando vidrios de autos o simplemente pidiendo dinero. Muchos otros -destacó Romero- cocinan y venden sus productos entre vecinos y también en las ferias populares: “Pensamos en el árbol genealógico de la familia, y generalmente encontramos que los abuelos de los compañeros y compañeras que tienen veinte y pico, por ahí tenían trabajo registrado en algún frigorífico, o en el puerto, ferrocarril. Y ahora, esas posibilidades de inserción no están y son todos changarines. Puede haber algún policía dando vueltas, el resto hace changa”, observó.

Un carro de cirujeo estacionado en uno de los pasillos de la villa.

La dificultad de acceder a un empleo y la comercialización de estupefacientes parecen ir de la mano. Pero lo económico, no es el único motivo: muchos pibes y pibas necesitan un lugar de pertenencia, una identificación en medio de tantas ausencias. Flavio lo puso en sus propias palabras: “(Los narcos) agarran a los chicos porque no tienen qué comer, no tienen un par de zapatillas, entonces ellos les dicen «vení conmigo y vas a estar bien». Y eso es mentira porque va a estar en riesgo tu vida. Y es la juventud de ahora, de los 10 años para arriba, ya se descarrilan, quieren agarrar la droga. La familia no tiene el acceso para ayudar y comprarle algo al hijo”, lamentó. Por su parte, el dirigente social apuntó: “No es que se hacen millonarios siendo soldaditos, es el último eslabón, son los que terminan presos o muertos. Buscan respeto también. Los pibes están tirados, no tienen nada, son basureados por todos y acá, aunque sea a base de violencia y fuerza al participar en eso hay un respeto, hay algo de reconocimiento ahí”.

El crecimiento de la circulación de drogas ilegales, tanto su compra como su venta, promovieron como en todos los barrios de Rosario donde la problemática ha adquirido una impronta letal, relaciones violentas que complejizan la rutina de vecinos y vecinas. “Estos tipos no tienen nada que perder porque no les importa la vida de ellos menos la de un vecino”, manifestó Flavio, quien asumió la proliferación de armas de fuego y la usurpación de viviendas mediante métodos extorsivos en la barriada. Ante la consulta sobre si existe aún el respeto hacia aquellos habitantes que se ganan la vida honradamente, expresó: “Depende quién es la persona. Pero como dicen ellos, son giles, que puede tener un poquito de algo, pero no hacen nada. Entonces, son los giles porque los vivos son ellos”.

Las casitas combinan chapas y ladrillos huecos.

Para Marina y Flavio, son muchos los jóvenes que se asoman al mundo del delito, sin embargo, reconocen que hay tantos otros que buscan ganarse el peso haciendo changuitas o acompañando a sus padres a juntar cartón y residuos de los contenedores cercanos y los del centro. En este punto, Romero fue más taxativo: “La gran mayoría labura, los que están vinculados a esto (la droga y los aprietes) es el uno por ciento del barrio, la gran mayoría de las familias no están involucradas, pero tiene tal repercusión que lo hace más grande. El resto sale a changuear y a cartonear”, contempló.

La escena pre peronista que Rosa construyó en sus colinas del hambre -una década después la zona sería cuna de la Resistencia Peronista cuando en medio de la irrupción de la Revolución Libertadora que destituyó al presidente Juan Domingo Perón un grupo de obreros colgó un cartel con la leyenda “Los Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, reconocen a Lonardi. Villa Manuelita reconoce a Perón” (hay que destacar que hay varias versiones del mismo mensaje) -puede advertirse en el presente de la Manuelita, quizás con menos dureza y desprotección estatal, con más ladrillos que cartones y telas pestilentes en lugar de puertas, incluso con mayor disposición monetaria entre sus habitantes que las descriptas por Wernicke, pero multiplicada en toda la ciudad de Rosario y agravada por la instalación del mercado de narcomenudeo, la intimidación por encargo y el constante debilitamiento institucional, factores que han cobrado fuerza tras el quiebre económico y social de 2001.

La tierra sigue ondeando hacia el Paraná, resistiendo la caída.

La bajante promueve la inundación de las casitas cuando llueve.

La gran obra de Rosa Wernicke, una insumisa

“Cándida sentía horror y repulsión por todo aquello que la rodeaba, porque todo era gris, insolente y grosero. Los hombres harapientos, oliendo a sudor y mugre. Las mujeres envejecidas desde la pubertad, con el carácter agriado y hartas de luchar toda la vida contra la adversidad”, escribió Wernicke sobre una de las protagonistas de su historia, logrando rescatar los sentimientos más íntimos de una joven que reniega de su pobre existencia.

La enorme tarea está hecha también con el resto de los personajes: el ciruja Julián Alegría, el justiciero y solidario Martín Fuentes y su hermano Juan Ramón que se presenta como su contracara, símbolo de la Rosario que no quiere enterarse de ese rincón podrido que crece hacia el sur. La novela de denuncia social y fuerte interpelación hacia el rol estatal, revuelve constantemente el dilema de la distribución de la riqueza, desnuda la mísera vida de los villeros (acá se suman el porquero Juan Basanno, Antonio Luna y su familia, la prostituta Eulalia y su marido peluquero, entre otros) y revela el pensamiento de quienes contando con medios económicos superiores intentan aquietar sus conciencias con teorías que acreditan una naturalización de las desigualdades y supuesto equilibrio entre fuertes y débiles; jefes y subordinados. Allí están Manuel Fernández, el encargado del concesionario de la basura (la leyenda urbana indica que el personaje fue inspirado en un hombre real, un español que explotaba el basural surgido en el lugar de la mano del matadero, quien al reconocerse en el libro mandó a quemar sus ejemplares), Esteban Videla, César Grandi y otros más.

La ficción basada en un verdadero estado de marginalidad social que hoy subsiste en el mismo territorio fue publicada por primera vez en Buenos Aires y enseguida se encendió el mito. Se trataba de una obra que lograba trascender el realismo de la época al identificar oprimidos y opresores en una ciudad desacostumbrada a este tipo de relato. En 2009, el libro fue reeditado por La Capital y en 2015 por la editorial Serapis, un sello rosarino, que sumó los dibujos originales de Vanzo integrados en la primera edición. Fueron su relación amorosa con este célebre artista plástico local, siendo una mujer divorciada, su participación en la bohemia y su identificación con sectores progresistas los factores que realzaron su impronta.

"El saco rojo", un retrato que Vanzo hizo de Rosa.

Rosa nació en Pergamino en 1905 y tras un paso por Córdoba y Santiago del Estero se radicó en Rosario en 1934 -quiso afincarse cerca del Paraná- donde trabajó en los diarios La Prensa, La Capital y La Tribuna. Pero no solo ofició de periodista, también fue crítica literaria, escribió poesía, teatro e incluso colaboró con el cine y el radioteatro.

El escritor rosarino Fabián Bazán incluyó a Rosa entre diez mujeres de la historia de Rosario en su libro “Insumisas”, editado por Homo Sapiens en 2020. En el capítulo que le dedica profundiza al detalle sobre su historia de amor con Vanzo desafiando la mirada conservadora imperante, pero sobre todo la ubica como una intelectual disruptiva que escribe con mirada feminista cuando se imponían en los diarios recetas de cocina y consejos matrimoniales para las mujeres lectoras. “Rosa Wernicke no era, por supuesto, la primera escritora, pero sí era alguien que con (mucha) valentía ejercía sus derechos en su vida privada, y desde su literatura, pedía una sociedad más justa para las mujeres”, indicó.

En 1938, según consigna Bazán, publicó su primer libro rosarino titulado “Los treinta dineros” que reunía 11 cuentos, ilustrado por su pareja y posterior marido, que abordaban la injusticia social y un contexto oprimente. Faltaban algunos años para que viera la luz su más vasta obra, su única novela, “Las colinas del hambre”, pero ya Wernicke dedicaba su prosa a los desprotegidos cuestionando la indiferencia social y estatal ante la indigencia. En 1941 vuelve al ruedo con doce cuentos más reunidos en “Isla de angustia”, que también dibuja Julio Vanzo. Esta obra fue premiada por un concurso del diario La Prensa y la Comisión Provincial de Cultura de Santa Fe.

“Las colinas del hambre es considerada la primera novela latinoamericana que transcurre íntegramente en una villa miseria, aún cuando no se había extendido el uso de ese término para designar a los asentamientos irregulares que iban apareciendo a medida que iban surgiendo las grandes ciudades”, destacó el escritor local y mencionó el cúmulo de críticas beneficiosas que realzaban la sensibilidad y la fuerza de su elaboración. “Fue un bombazo”, resumió el poeta Eduardo D´Anna en una entrevista personal con Bazán, sobre el impacto de la novela en la sociedad rosarina.

En “Insumisas” se confirma otra leyenda en torno a la novela que establece que, tras la publicación, un juez de Menores intervino en el barrio a fin de asistir a algunos niños y niñas marginados. También, el autor da cuenta de que en 1944 el interventor de la provincia de Santa Fe de entonces mandó a construir hornos incineradores para los desperdicios vertidos en el lugar. Ambos datos imprimen y certifican las repercusiones que generó la denuncia social de Rosa, vestidas de una ficción tan lacerante como la realidad misma. Fue el último libro suyo publicado.

En 1957, sufrió un acv que la dejó postrada y más tarde en estado vegetativo. Vanzo, su compañero de vida, la cuidó amorosamente hasta su muerte en 1971. La periodista fue enterrada en el cementerio La Piedad de Rosario.