Son las manos de un viejo. Secas y quebradas, con una bola en la palma que le dejó un alacrán y las puntas de los dedos silenciosamente blancas. Con 45 años, no tiene más huellas digitales. No hay nada de información en esa segunda piel que reemplazó a la primera, tanto enterrar, revolver, mezclar, arrastrar. Samuel es hornero en el extremo sur de Rosario, un oficio brutal que exige máxima fuerza física, del que vive y sobrevive la mitad de los vecinos y vecinas de la zona y que se replica – irregular y a espaldas de un Estado que prefiere no ver– en el margen de toda la ciudad. El sol le resta frío al aire de fines de otoño, hoy es un día ideal para fabricar ladrillos.
La tierra se compra, se desparrama en el pisadero, se mezcla con la liga (bosta de caballo), se le agrega viruta y agua. La mezcla se deja entre uno a tres días alisada y tapada. Después, llegan los caballos a romper el barro.
Noelia tiene 27 años y es patrona, es decir, es la dueña de un horno de ladrillos en un universo donde abundan los varones. Vive en el terreno donde entra la tropilla a pisar el barro, donde la mezcla se hace adobe y se calienta en una hornalla rodeada de chapas. “Me caigo de la cama y ahí está todo”, dice a Rosario3, y la sonrisa se adivina detrás del barbijo negro. “Antes trabajaba en el horno de mi hermano o donde podía. Lo que no hacía era cortar (parte del proceso que requiere mayor esfuerzo físico, que consiste en poner el barro en un molde y desmoldarlo en el suelo) porque no me da. En sí es un trabajo muy pesado, muy duro, pero hay que hacerlo”, sostiene la mujer que heredó de su papá este oficio que practica desde los 14 años y que hoy le permite, según expresa, mantener a su hijo.
“Pago tierra, liga y viruta. La pisada se paga, aunque yo tengo mis caballos, también está la leña –que ahorra juntándola ella misma en un campo en jornadas de hasta 8 horas– Yo quemo (cocino) 20 (mil ladrillos) y tengo que gastar 60 mil pesos y capaz que te quedan 20 mil. Y con eso tenés que renovar el pie, comprar nylon, las herramientas y ya está, lo que me queda es un sueldo básico. Y quemás una vez por mes, pero nunca llegás, porque si llueve tenés una semana para atrás”, explica en su jerga. Pero los gastos no terminan ahí, porque donde hay un patrón sacrificado, hay peones para ponerle el cuerpo. El horno es así: le da algo para vivir a pocos y un rebusque para sobrevivir a muchos.
Lorena es peona de hornos y también perdió sus huellas dactilares. Tiene 37 años, 10 más que su hermana Noelia, la patrona. “Siempre trabajé de esto, pero nosotras no tuvimos la opción de elegir, para la mente de nuestros padres si no lo hacíamos éramos unas vagas y no quiero esto para mis hijas, pero acá nunca te van a pedir un certificado, y cuando uno no tiene, es lo único”, expone sobre su situación.
“Vos sabés que en tal lugar por apilar te pagan 300 pesos y vamos. Dos que apilan son 600 pesos –trabaja junto a su hija de 15 años–. Aparte si no tenés trabajo vas a un horno pedís corte y te lo dan. Te pagan 1500 pesos los 1000 ladrillos. Empiezan a las 7 de la mañana a las 11 ya tienen mil ladrillos, algunos te cortan 500”, precisa y remarca: “Yo prefiero ser peona que patrona y eso que yo tomo la responsabilidad, pero mi hermana cuando está lloviendo tiene que tapar y una no tiene que ir a tapar aunque apilar es un trabajo de dos o tres. Pero de patrón tengo que invertir y si pierdo una hornalla, quedo en la ruina. Por eso prefiero seguir de peona, tranquila”, advierte y traza la línea que divide en dos este trabajo casi medieval.
Después se corta. Los cortadores pasan el barro por los moldes y se hacen los adobes que deben secarse entre 8 y 9 horas.
A diferencia de las hermanas Noelia y Lorena, Samuel no heredó el oficio. Es hornero porque quiso serlo, dice desde su lugar en el mundo: unas cuantas hornallas propias asentadas en un extenso predio bien al sur de Rosario, que conviven con hornos ajenos, uno al lado del otro los pisaderos, los adobes recién cortados y las pilas de ladrillos. Solo los que trabajan ahí o son vecinos pueden distinguir un horno del otro. Para el ojo extranjero es un inmenso pedazo de tierra revuelta al calor del fuego humeante, una escena de siglos pasados.
“Tengo 23 años de hornero, peleando todos los días, es un trabajo esforzado pero digno que a mí me apasiona, lo hago con amor de lunes a lunes”, sorprende al referirse a su trabajo. Apoyado sobre una especie de barril, un equipo de música gris de tierra corta el silencio del lugar con una cumbia romántica. Al parecer, la música es compañía e inspiración. “Yo volví de Norteamérica para ponerme un horno. Hice muchos trabajos pero no como este. En mi horno tengo que ganar, he tenido muchas tristezas, he perdido y ganado. Hoy estoy empatado y no lo puedo dejar, me levanto cada día por el horno. No hay otra cosa. A las 6 busco a unos chicos y cuando terminan los llevo, trato de ayudar a los que tienen ganas de trabajar”, agrega para describir su modo de ser hornero.
Algunos de estos chicos y algunos ya adultos, son los cortadores, a los que les toca el trabajo más duro. Tanto, que los patrones no lo hacen más a pesar de que reniegan, una y otra vez, que como ellos no hay quien realice mejor cualquiera de los pasos que comprende la fabricación del ladrillo a mano. “Yo cuando empecé hacía todo, en la segunda hornalla uno ya se fue armando un capital, fui contratando gente y eso me llevó a desvincularme de muchas tareas del horno. Estuve más de 17 años desparramando tierra, ese trabajo yo no lo hago más pero no porque sea adinerado sino que tengo otras ocupaciones”, justifica su lejanía de algunas tareas rudas.
Roque es cortador de Samuel, tiene 31 años y encandila por la velocidad inhumana con la que se desempeña. Como los otros cortadores, hunde sus manos en el barro ya pisado –muchas veces se clavan vidrios, alambres o agujas que son descartadas durante la atención veterinaria de los caballos del Hipódromo de donde llega la bosta–toma un poco y lo traslada con una carretilla hasta una especie de banquito en donde está apoyado el molde para dos adobes. Tira la mezcla y unta ambos espacios rectangulares y luego, descarga en el suelo los dos adobes haciendo una serie de filas uniformes. Concentrado e imparable, comenta: “Ahora hace frío, corto unos 800 ladrillos y cuando hace calor 1200 en 7 u 8 horas”. Y añade cuando se le pregunta por su espalda, forzada a encovarse una y otra vez: “Estoy acostumbrado no me duele”.
Petete tiene 50 años y corta en otra hornalla. Para él las cosas son diferentes, sobre todo, la cena: “Puré de Actron”, ironiza sobre el remedio que deberá tomar sí o sí para reparar su cuerpo sometido a tanto esfuerzo desde los 13 años. “Soy multifacético, hay que hacer cualquier cosa y si me agarra la lluvia, cirujeo. Hago esto con estudio y todo –advierte en medio de un suspiro–hice hasta tercer año de Carpintería en la técnica de Crespo y Córdoba”, cuenta. Al igual que Roque nunca se detiene, a sabiendas que solo recibirá dinero por los adobes que genere con su molde. A su lado, lo mira insistente desde una bicicleta, un nene de 12 años. Látigo en mano para “sacarle todas las mañas” a los perros malos que se cruzan en su camino, revela: “Yo corto acá cuando puedo, voy a la escuela pero ahora con la cuarentena, antes que quedarme en casa vengo, me enseñó un amigo. Ya corto mil ladrillos por día”, señala con la naturalidad que imponen las necesidades más profundas, como si no fuera un niño y trabajar a su edad no estuviese prohibido.
El paso siguiente es apilar los adobes, que deben secarse –en invierno pueden tardar hasta 3 días y en verano, es cuestión de horas–. Después hay que carretillar, baquetear y asentar.
La apilada exige técnica, al igual que cada uno de los pasos que precisa la fabricación de un ladrillo. Uno sobre otro, uno al lado de otro. Un error puede costar un desmoronamiento en el peor de los casos, o simplemente, que mal apoyado se seque desparejo y no sirva para el fuego. Lorena ofrece y hace este trabajo en los hornos donde la aceptan: “Para levantar 1000 adobes es una hora y son 300 pesos. Si vas a pedir te dicen levantá 5 mil adobes, son 1500 pesos pero te lleva todo el día. O más”, detalla.
Los adobes secos son trasladados en carretillas hacia un pie, desde esa base se irá armando la denominada hornalla con sus “pasafuegos” incluidos. Ahí mismo arderán los ladrillos. Darío tiene 29 años, el pelo negro tieso por la tierra, la cara también empolvada. Vive en las inmediaciones y va a los hornos a ver qué sale. “Es lo que hay”, masculla de pura timidez, empujando una carretilla.
En este horno el asentador –el más “capito” entre los peones, según dicen los horneros, tiene que armar la “cocina” de cero tirando los adobes uno sobre otro en forma derecha y regular usando la cintura–es Alberto, de 31 años, quien ingresó al mundo hornero a los 8 años. Desde arriba de una pila de al menos un metro, donde organiza la hornalla, se le notan los ojos chinos. “Me pagan dos mil pesos por las 8 horas, tenemos tiempo para comer y hacer mandados. Vivo a dos cuadras, también me puedo ir a bañar”, comenta y los compañeros saltan a carcajadas: “¿Qué te vas a bañar vos, si te dicen trapito?”, le gritan. Festeja la broma y sigue, ahora más serio: “Lo único que nos caga es la lluvia, dolor no porque me tomo un Actron y ya está, pero yo ya me cansé de este lugar”, manifiesta, una vez más sin dejar de trabajar.
“Estos pibes saltan de horno en horno, ellos viven el día a día, no tienen una ganancia a full porque también está la lluvia. Acá, se aprovecha el sol”, comenta Lorena, también desde abajo; y parece que hablara de ella.
Se arma la hornalla con fuego a través de bocas. Se usa carbonilla y chapas para controlar las llamas. Son unas 8 horas de fuego.
Noelia es una de las pocas mujeres horneras del sur de Rosario. “Cuando era chica trabajaba en el horno de mi papá, cuando mi viejo falleció quedó a cargo mi hermano, después terminé la escuela, me fui a estudiar Veterinaria a Casilda y cuando volví tuve a mi nene, me separé y volví al horno. Pero ahora es distinto, con el horno propio soy patrona”, se define. Sin embargo, el horno que le permite manejar sus propios tiempos, también es una herencia pesada: le duele el cuerpo sin haber alcanzado los 30 años y se juega todo cada vez lanza una tirada.
Le da cierta tranquilidad el fuego bailando entre los adobes y el calor que refracta la hornalla la deja pensar en una pronta ganancia. “Después de las 8 horas de fuego cerramos las bocas y apuntalamos con chapa para que no se derrumbe. Una vez que ves que el fuego llegó arriba y la carbonilla se quemó le vas sacando las chapas. Le abrís una esquina para cargar más rápido”, indica sobre el largo final del proceso.
La inquietud les viene del cielo. La lluvia, el frío y el calor extremos son los enemigos de los ladrilleros. Lorena comparte un recuerdo a modo de muestra: “Un día estábamos laburando con mi hermano y estaba feo el tiempo y mi hermano dijo vamos a quemar igual. Nos ponemos a quemar, diluvio. Era metea buscar leña pero fue un desastre, se nos mojó todo, perdimos todo. Y llorás de dolor y de impotencia. Por ahí está toda la semana linda y prendés y se te nubla y decís «tanto sacrificio, tanto trabajo» porque es mucho el esfuerzo”, reconoce.
El tiempo les marca la vida. “Nosotras aprendimos de mi mamá. Ahora está el celu pero antes, mi vieja salía y te decía si iba a llover. Nosotras la mirábamos y nos reíamos, y a los diez minutos llovía. Nos guiábamos por eso”, recuerda Noelia en complicidad con su hermana.
Samuel, por su parte, tiene curiosos aliados: “Los aviones cuando pasan y dejan la aureola, fijo que a los dos o tres días te llueve”, advierte como quien tira una posta. El enamorado del horno, también se las vio muchas veces con los arranques de la naturaleza: “Un día quemé una hornalla y me fui a mi casa a 4 cuadras a bañarme y se armó una tormenta. Entre que me bañé y me volví a cambiar con la ropa de horno para ir hacerle un techo a la hornalla cayeron 240 milímetros de agua. Y yo en esa hornalla había tirado 4 mil ladrillos. Fue en 2007 y era mucha plata, llorás y por más que zapateás hay que empezar de cero. En el horno empecé varias veces de cero. Hoy como está la situación es así todo el día. Pero estamos en pie”, asegura y se convence.
Los ladrillos cocidos quedan en pie y son recogidos para la venta. Generalmente, el hornero le paga a dos cargadores y el dueño del camión a otros dos más que acomodan los adobes.
“Es un trabajo muy duro, cuando vamos a baquetear, si terminás la hornalla ese día, al otro día no te levantás. Y si no la terminaste ese día tenés que levantarte al otro día para terminarla. Por ahí no te da el cuero pero tenés que hacerlo”. Lorena lleva en el cuerpo el oficio, reniega de la tradición familiar pero no lo deja por un trabajo bajo techo y un jefe con reloj inconmovible.
Y los problemas no terminan con el ladrillo listo. Si los peones reniegan de la paga y negocian monedas con los patrones, éstos deben vérselas con los compradores. Samuel sabe de esto: “Uno está más o menos conforme con su trabajo pero a la vez muy disconforme por la situación. Los chicos deberían estar ganando entre 300 y 400 pesos más por mil ladrillos. Es que nos compran muy barato, tenemos la competencia de Córdoba, Buenos Aires, se metió en la plaza de Rosario Santiago del Estero y Chaco. Para abaratar costos traen ladrillos de afuera y para nosotros es más sacrificada la venta, Buenos Aires entra en varios corralones de Rosario y los locales tenemos que competir contra eso”, explica con evidente preocupación.
“Acá somos muchos y no somos muy unidos, deberíamos ir con una propuesta de algo, hay formas en que se reconozca desde el esfuerzo del patrón hasta el del chico que carga el ladrillo, pero nadie te escucha”, lamenta mientras repasa con la mirada toda la extensión de este mundo aparte, construido al margen de una ciudad que expulsa y degrada. Habrá que embarrarse.