El 27 de octubre de 2016, Daiana Travesani fumaba un cigarrillo en la puerta del bar cultural La Chamuyera, ahora cerrado. Había sido un día largo. Había sido una semana larga. Tuvo voluntariado, dio clases en un Eempa y terminó un trabajo que tenía que entregar el lunes en la facultad. Era el esfuerzo de todo un año. Cuando se despertó de la terapia intensiva del Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (Heca), pensó en ese trabajo y pidió que alguien avisara que no lo iba a poder llevar. Despertó a un mundo bien distinto al que conocía, en un cuerpo que se mueve diferente, y a una ciudad que no está preparada para ella, como no lo está para otras personas con diversidad funcional. Una ciudad que le cuesta incluso admitir que esas personas existen.
No te duermas Daiana, no te duermas
Mientras Daiana fumaba ese cigarrillo, una persona –aún hoy no identificada–, arrojó una botella que chocó contra su cabeza. La conversación quedó por la mitad y la joven de entonces 24 años, estudiante de Ciencias de la Educación, cayó al suelo. “No te duermas Daiana, no te duermas”, le decían sus amigos.
“El llanto de una compañera de la facultad me ponía muy nerviosa. En ese momento sentís todo, toda tu vida. Y la desesperación de la gente, suma a tu desesperación”, recordó en una entrevista para Mesa de Diálogo (El Tres y Rosario3). Una parte de la charla se verá este martes a las 14.15 por El Tres. Y la nota completa, el viernes a las 10, por la misma pantalla.
Daiana Travesani se acuerda de todo sobre ese día. La sangre, sus amigos apretándole la cabeza, los gritos, los 40 minutos que tardó la ambulancia. El traslado del hospital Provincial al Heca. La conversación con sus padres antes de la cirugía. La culpa y el frío.
El botellazo le provocó fractura y hundimiento de cráneo y la pérdida de sangre le hizo sentir mucho frío. La culpa fue por haber salido esa noche. Sus padres, oriundos de Gobernador Crespo, hicieron en tres horas un viaje de cinco. Antes de la cirugía los médicos aconsejaron una despedida por las dudas, y Daiana no paraba de pedir perdón.
Ya no siente frio. Ni culpa. Así como volvió a caminar con ayuda de bastones – el botellazo le provocó una parálisis parcial de su cuerpo que por un tiempo la hizo moverse en silla de ruedas–, entendió lo obvio: que ella no tuvo la culpa de haber sufrido un ataque irracional, casi demencial. Y aseguró que tampoco necesita que le pidan disculpas, ni perdonar. Pero sí necesita conocer a quien lo hizo. Necesita justicia.
“Creo que la historia hubiera sido muy distinta si esa persona se hubiera hecho cargo desde un principio. A mi cabeza le hubiera resultado distinto saber que esa persona asumió lo que hizo. Me gustaría saber quién es por tranquilidad. Por no sentir tanta desconfianza al mundo entero. No saber si es la persona que está al lado mío en un colectivo. Si es joven o grande, si es mujer o varón. Si llega a ser el pibe con el que salgo. Se que sería demasiado retorcido, pero yo ya no se qué pensar y no se qué pasa por la cabeza de esta persona”, dijo.
Un mundo poco ideal
Hasta esa madrugada, Daiana entraba y salía sola de su casa, subía y bajaba escaleras, empujaba puertas pesadas, corría el colectivo, bailaba, saltaba en recitales. Todo sin pensar. Sin pensar si iba a poder pasar con su silla de ruedas o si se le iba a caer un bastón –y ella misma– cuando ya volvió a caminar. Entraba y salía de su casa sin miedo a la calle, sin temor a que le agarrase un ataque de pánico camino a la facultad. Sin sentirse observada. Y sin recalcular casi a cada paso una estrategia para seguir avanzando.
“Siempre digo que vivía en un mundo y que a partir de esa noche vivo en otro mundo”, señaló. Un mundo de pocas rampas, de muchas escaleras, de puertas cerradas, de ascensores chiquitos, de ojos de sorpresa y pena. Una ciudad para la que ella, y otros como ella, ni siquiera existen. No se ven.
“Cuando no estás tan cercano a ciertas situaciones, no lo dimensionás. Sí que a todos nos molesta la vereda rota, pero no dimensionás la falta de accesibilidad que hay a nivel ciudad, quizás porque está tan invisibilizada la discapacidad o la diversidad funcional que te lleva a eso, a no tenerla en cuenta”, señaló.
“Lo más ilógico que me pasó en un bar –contó– fue entrar con unos escalones muy altos que una silla de rueda y un andador no hubieran podido, ir al sector de los baños y encontrar un baño adaptado. Digo, esto es un chiste, está el baño y no está la entrada. ¿Cómo se supone que alguien que vaya a entrar a este baño siquiera entre al bar?”.
Aunque no reniega de la rehabilitación ni de las terapias –entrena todos los días y asegura que sus kinesiólogos y terapeutas fueron quienes la ayudaron a poder mirarse otra vez en el espejo–, Daiana lucha contra la perspectiva rehabilitadora y capacitista, y adscribe a la mirada social de la diversidad funcional.
“La discapacidad aparece cuando las condiciones no están dadas. Si no, vos te podés manejar y podés hacer la mayoría de las cosas igual que cualquiera, solo que de otra manera y a otros tiempos (...) Creo que son cuerpos que molestan, que incomodan porque necesitan otras cuestiones de asistencia o edilicias”, llamó la atención. Y esas condiciones, aclaró, son tanto físicas como del pensamiento.
“Se cree que uno no tiene deseos, ni ganas, ni de arreglarse ni de salir o de salir a bailar o de salir con alguien. Me ha pasado salir con pibes que me han dicho «Bueno ya vas a volver a estar como antes». ¿Y si no?”, preguntó.
Daiana sigue. Sabe que ya nada es como antes. Pero también que tiene un presente, un futuro. Quizás porque aprendió lo que ella misma dijo que le aconsejaría a la anterior Daiana: "Abrir la cabeza".
Daiana ríe por la paradoja. Un buen signo después de tanta lágrima.