Doce jóvenes con barbijo esperan en la puerta del hospital Carrasco de Rosario. Son las 10 de la mañana y la fila que nace en el cartel que dice “síntomas febriles o respiratorios” hace una “u” sobre la vereda de Avellaneda al 1400. Al final, se suman inorgánicas dos mujeres que rodean a un árbol. Un hombre se acerca y no entiende la lógica de la hilera.
–¿Quién es el último? –le pregunta a una chica de unos 20 años. Atrás suyo llega otro más y se queda en la calle. Ahora son 16 y la “u” empieza a mutar hacia una “z”.
Desde el portón negro, lindero al ingreso tradicional de “Consultorios externos”, sale una médica o enfermera con una bata azul, barbijo y una planilla. Habla con algunos de los que aguardan. Les pregunta datos personales y cómo se sienten. Con esa información, genera un filtro que se conoce como “triage”. La cola es por orden de llegada pero se prioriza el nivel de emergencia, debilidad, pacientes con niños o embarazadas.
Ese ingreso sobre Avellaneda da un patio y ahí esperan otros dos jóvenes de entre 20 y 25 años. La coordinadora del dispositivo covid del Carrasco, María Inés Elliff, habla con la profesional que acaba de recolectar datos afuera. El primer objetivo del equipo que trabaja cara a cara con los pacientes de coronavirus es evitar la aglomeración afuera. En eso están ahora.
Los turnos se sostienen con cinco médicos, dos enfermeros, dos administrativos y un personal de seguridad. Todos los días de 7 a 19 atienden a un promedio de 220 personas (covid sospechoso y algunos infectados que vuelven porque no se sienten bien). En los últimos días, subió la cantidad de hisopados y realizan unos 200. La médica jefa de guardia muestra la última planilla con resultados de 25 test de laboratorio: 24 están en rojo (“detectado”) y solo uno en negro (“no detectado”).
Esa paleta bicolor alcanza para explicar la evolución del virus en Rosario y en ese hospital, que es el epicentro de la lucha contra la pandemia. Al principio sólo había un par de consultas y los resultados eran más bien de color negro (negativo). Hace una semana, la planilla empezó a verse de Newell's: mitad de los resultados en rojo y mitad en negro. “El problema lo tendremos cuando sea de Independiente”, pensaron los más futboleros. Este miércoles 9 la alusión a la camiseta del Diablo rojo se hizo realidad, salvo por un único paciente sobre el total de 25 (paciente que, justamente, tiene el mismo nombre que un jugador leproso, ex Independiente).
Sobre las 25.226 fichas epidemiológicas realizadas en Rosario desde el inicio de la pandemia, el Carrasco ingresó 2.178. De esas notificaciones, 934 fueron casos confirmados de covid-19, 1.221 fueron descartados y 23, sospechosos, según datos oficiales del Sistema Integrado de Información Sanitaria Argentino (Sisa). Si hoy hace 220 por día, en diez días superará el total de los seis meses pasados.
“Este hospital nació como leprosario hace 120 años”, dice la directora del Carrasco, Gabriela Quintanilla, ajena a la curiosidad del jugador y las camisetas de fútbol. No lo cuenta como un dato al pasar: ella cree que esa marca de origen perdura en el trabajo en equipo que realizan desde marzo, cuando se detectó el primer covid-19 positivo en Rosario. Algo de esa mística permite mantener la capacidad de atención, piensa. También la disponibilidad de las 50 camas (45 de internación y el resto en la guardia) que de pronto parecen traspasar el umbral del colapso (el sábado pasado, por ejemplo) y al otro día se recupera de forma imprevista. Las curvas y los modelos matemáticos no alcanzan para explicar lo que ocurre entre esas viejas paredes.
Guardia covid
–¡Holaaa! Tengo toda la cara marcada. No se ve pero estoy sonriendo –sorprende una médica que posa para la foto desde la zona aislada para atención de pacientes sospechosos de coronavirus.
Las marcas son surcos rojos en el rostro que deja el uso prolongado de la máscara de protección más el barbijo N95 que se coloca sobre el quirúrgico normal y que dificulta la respiración. El resto de los Elementos de Protección Personal (EPP) obligatorios son la doble bata, la cofia, el doble guante y las botas. El segundo par de guantes se cambia después de atender a cada paciente.
En el pasillo hay diez personas, algunas de ellas estaban afuera hace un rato. Esperan sentadas, de brazos cruzados o revisando el celular. Si no fuera por los médicos vestidos como en las películas de ciencia ficción y por la cadena que marca el fin del área covid, es la misma escena aburrida de cualquier sala de espera repleta.
Un médico sale y llama a un paciente. Un hombre de 40 años ingresa con cara de asustado. En la sala donde se realizan los hisopados ahora no hay nadie. Esa tarea la hacen los diez integrantes del equipo: médicos, enfermeros e incluso los administrativos que fueron entrenados para la tarea. Por ejemplo, Denise Bustos.
“Se pone la cabeza del paciente a 45 grados. Se saca el barbijo. Antes lo hacíamos por la garganta y ahora es por nariz. Se pone el palito fino que tiene un cepillito al final y llegás hasta el fondo nasal. Dos veces, de cada lado. Cuando termino salen lagrimeando pero hay que hacerlo. Pensé que me iba a dar cosa pero me siento protegida, no me da miedo”, cuenta la coordinadora de los administrativos de guardia.
En total, siete consultorios tradicionales fueron adaptados para crear ese espacio: tres para la atención de médicos clínicos, uno para enfermería, uno para hisopados y dos suplementarios con camas para la espera de resultados y aislamiento. Además, lo que era el baño público se dividió en zona limpia (para vestirse) y otra sucia (desvestirse).
La transformación
El martes 10 de marzo un joven de 28 años que había regresado de Inglaterra fue a la guardia del Carrasco con fiebre. Al día siguiente volvió porque se sentía peor. Lo atendieron en la guardia normal. No existía la división covid aún, ni los equipos, ni los protocolos de trabajo. Fue hisopado y el sábado 14 se confirmó que era el primer positivo de Rosario. El lunes 16 Gabriela Quintanilla asumió como nueva directora del hospital. “Uy Dios, ¿cómo va a ser todo esto?”, pensó antes de su presentación oficial.
Se enfrentaron a la incertidumbre, tomaron medidas de seguridad y hubo miedo (como en otras guardias de Rosario). Los casos aumentaron y hoy el 90 por ciento del hospital se destina a contener la pandemia de coronavirus en la ciudad. La sala 1 y la 2 tienen 45 camas en total. Todas están ocupadas. Ya prepararon una sala 3 con otras 15 camas para abrir. El sábado estuvieron a punto de activarla pero al final no hizo falta.
Es raro pero la curva de contagios que crece día a día no se traduce en una misma figura dentro del hospital. “No es un crecimiento constante. Es una evolución impredecible. Un día no tenés ni una silla para un paciente y después baja, es como un electrocardiograma”, define Gabriela. Esa “oscilación caótica” se explica en que cada caso tiene una dinámica propia: hay aislados que después de dos días encuentran un lugar a dónde ir, otros que se recuperan y también existen casos que se agravan y deben derivarse a otros centros de salud con salas de terapia intensiva.
La internación
Gabriela sale de la dirección con techos altos y aberturas de madera que parecen estar allí desde el año 1897, cuando el Carrasco abrió como “casa de aislamiento” en los márgenes de la ciudad. La médica conoce el lugar: fue jefa de oncología hace tres décadas. “Pasaron 120 años pero este edificio mantiene su espíritu. Nació como leprosario, después vino la tuberculosis. Cuando yo llegué fueron los primeros años del Sida con una sala exclusiva. Después el cólera, hace unos años la H1N1. Hay una genética estructural de este lugar que ante una situación tan difícil como esta se transmite a los médicos, enfermeros y administrativos que trabajan”, siente.
La directora del hospital baja la escalera del viejo edificio central, atraviesa el patio con árboles añosos y palmeras hacia el fondo, donde están los internados. El espacio verde sería relajante si no fuera por el alboroto de cotorras y palomas. Gabriela saluda por la ventana de las habitaciones. Golpea el vidrio en una sala y se asoma una enfermera.
–Buenas, ¿cómo están?
–Hola, ¿qué tal? –responde una joven con bata azul y barbijo a tono.
–¿Todo bien, tenemos todo lo que necesitamos?
–Sí, sí, tenemos todo.
–¿Y buena onda?
–¡También!
El diálogo podría ser entre dos profes de un pelotero infantil salvo porque en la sala siguiente vuelven a aparecer los cuerpos postrados conectados a un respirador. Si en la puerta estaban los jóvenes, acá atrás se refugia la población de riesgo. La mujer canosa que revisa un celular con dificultad. El hombre cansado que apunta su cabeza hacia un televisor prendido pero más bien parece mirar el techo. También los equipos especiales como el "monitor multiparamétrico" para los “borderline” (casos graves).
“Nosotros somos un hospital de segunda complejidad. Los pacientes de terapia intensiva se derivan al Eva Perón. Pero como está lleno se habilitó el Provincial. Ahora también empezamos a mandar al Heca, que es el último en la lista porque ahí sigue habiendo internados por choques o disparos. Esto es muy dinámico”, explica.
La titular del Carrasco prefiere no hablar del fallecido en la guardia el otro día y dice, en cambio: “No me gusta el discurso épico del «enemigo invisible» pero ¿sabés lo que es sentir el virus bajo las uñas o en la nariz? Los profesionales de la guardia atienden a 10, 15 ó 20 pacientes en cuatro horas, porque después rotan, y se bancan la presión como dioses. Vienen y se ríen y protegen al compañero. Esa es la historia de este lugar y yo estoy terriblemente orgullosa de ellos”.