Mateo frena el auto en Aborígenes Argentinos y Rouillón. Hace un llamado y del otro lado del teléfono Julito responde “ahí voy”. Mientras tanto, la escena del barrio entristece y también genera bronca. Mucha. La esquina colapsa. Hay basura acumulada de días, quizás semanas. Algunas bolsas rotas, con sus residuos desparramados a lo largo y ancho. Fuente de alimento de la gran cantidad de animales que habitan la zona. Las moscas no tardan en aparecer. El olor nauseabundo no viene solo de ese basural urbano; también del agua estancada en cada cuadra del barrio.
“Acá de vez en cuando vienen a juntar la basura, pero mira, mira como está esto. Es un asco”, dice un grupo de vecinas jóvenes que se acerca a la entrada del pasillo para dar la bienvenida. Detrás de ellas, niños de muchas edades pasan el calor mojándose bajo un chorro de agua que está roto y nadie arregla. La secuencia es contradictoria porque Rosario3 llega a ese lugar justamente por lo contrario, la ausencia de agua en las casas de los vecinos.
La historia de Julito y Mateo
Julito, como le dicen cariñosamente sus familiares y amigos, tiene 28 años. Junto a su compañera Juliana, son papás de dos nenes de 3 y 5 años, y conocen a Mateo, de 28, estudiante de Agronomía y ex jugador de rugby, desde hace 3, cuando las casualidades o el destino quiso que sus distintas vidas se cruzaran. El 23 de diciembre de 2019, Mateo llegaba a su casa como siempre, pero la mirada triste de un joven que estaba sentado en la casa del vecino junto a su carro casi vacío, le llamó la atención. Intercambiaron palabras, Julio le trasmitió la angustia y también la desesperación: había cartoneando desde el amanecer pero a tan solo un día de la Navidad no había conseguido nada para llevar a su casa.
El ciclo del agua
Mateo se vio interpelado por las necesidades de esa familia. Ingresó a su casa, armó un bolso con cosas y se lo dio a Julito. Además se pusieron a lavar juntos el auto. Al terminar la tarde, habían intercambiado números de teléfonos “por cualquier cosa”. El 24 de diciembre, vísperas de Navidad, llega al celular de Mateo una foto: la familia de Julito cenando. Así comenzó la amistad que hoy perdura y vaya que lo hace. El ex jugador de rugby le consiguió trabajos de albañilería, y también todo lo necesario para que hoy Julito, Juliana y los dos nenes tengan una casa construida a sudor y corazón. Pero hay más.
Son las 18.30 del día más caluroso de lo que va del 2021. La familia de Julito recibe a su amigo y a Rosario3. Para llegar al hogar que construyeron se debe pasar por un pasillo con paredes de chapas que el sol del día hizo hervir, piso de tierra que “cuando llueve se inunda”, y atravesar la desesperanza en los ojos de aquellos vecinos que llevan más de 20 años viviendo en las mismas condiciones: soñando con que alguna vez alguien se encargue de cumplir sus necesidades básicas.
En esos pasillos no se habla de comprar un auto o sacar un pasaje de avión a destino paradisíaco porque lo que le quita el sueño a más de uno en Barrio Toba es más sencillo. Se trata de abrir la canilla y que haya agua. “Recién llego de trabajar todo el día al rayo del sol y no me puedo bañar”, dice Julito. Y es verdad, de la canilla que tienen en el patio de su casa no cae una sola gota. Los vecinos de acercan. ¿Cómo se vive sin agua en casa? Es la pregunta que dispara a un sinfín de historias que desgarran el alma.
Juliana cuenta que este martes por el calor que hacía tuvo que comprarles gaseosas a los nenes porque solo hubo agua a la mañana. Mientras tanto su vecina, embarazada, destapa una botella tamaño familiar y de otro sabor. Todos los días deben salir del pasillo con bidones vacíos, caminar unos metros y “a esperar horas en la cola, a veces cuando te toca a vos ya se terminó el agua”. Así es como sobreviven, esperando milagros de la única canilla comunitaria que abastece a todo el barrio. Barrio que claramente no pudo cumplir la consigna del Estado durante la pandemia porque lavarse las manos es un privilegio, tampoco podrán cuidarse del dengue, porque el agua estancada en las cunetas alimenta al mosquito.
El relevamiento que Mateo llevó adelante junto a Julio, dio números importantes: solo en una cuadra viven 41 familias de las cuales 110 son adultos y 88 menores. Pero hay más pasillos que no fueron relevados. Actualmente esperan que la municipalidad presente la cantidad de habitantes a Assa y luego la empresa debería responder si es posible o no brindar el servicio. A simple vista, la viabilidad está. A solo 200 metros del pasillo donde habita Julio y las 40 familias, se encuentra un tanque de Assa. “Ya no intento que haya agua en todas las casas, pero al menos que pongan más canillas comunitarias”, dice Mateo.
Mientras tanto los vecinos de Barrio Toba se ponen el despertador lo más temprano posible. A las 4 o 5 AM comienza el desfile de personas con bidones, botellas o baldes. Frente a la fuente de la vida -o la canilla comunitaria, como prefieran llamarle- un vecino que lleva más de 20 años en el barrio controla que la mayor cantidad posible de familias puedan acceder al agua. Pero no alcanza. El cuentagotas de agua no siempre sale en estado potable. Los lugareños aseguran que niños se enfermaron por la contaminación de lo que beben, ronchas en la piel o descomposturas y adultos mayores quedaron postrados en cama tras caerse y golpearse mientras transportaban los bidones.
A Mateo le preguntan sobre el lugar, sobre las tierras, sobre muchas cosas. Su respuesta es la misma para todo: “Lo que sea que haya pasado, no dejan de ser personas”. Y tiene razón. Llegando al final del día agrega: “Tengo 14 días, porque después de las elecciones nadie me va a dar bolilla”. Ahora lleva adelante la campaña #TuGotaCuenta, para ayudar al barrio a tener lo básico: agua. Agua para las manos, agua para beber, agua para cocinar, agua para bañarse, incluso agua para tomar mates. Agua para vivir dignamente.