Hay personas que cuando te abrazan te abren el corazón. Que te hacen saber, en ese encuentro de dos cuerpos, que solo te quieren dar amor. Esa generosidad la tenía Albertito, a quien nombraban siempre en diminutivo porque se llamaba igual que el padre.

Con Alberto y Albertito nos encontrábamos en la puerta de Applir, la Asociación de Padres por la Igualdad Rosario, en Centeno y San Martín. En ese lugar, donde un montón de jóvenes con discapacidad intelectual tienen un espacio de formación, sociabilización y recreación, Albertito asistía a un taller de música y bailaba folklore en el ballet Atahualpa, que también integra mi hija Ema.

Albertito siempre era el primero en salir cuando terminaba el ensayo y se quedaba allí un rato con su papá, que junto con su esposa Griselda son parte del grupo fundador de ese lugar que les da cobijo a decenas de pibes, pibas y sus familias. Cuando yo llegaba, nos abrazábamos. Era un abrazo largo, sincero, cálido. Yo sentía sus latidos, su vitalidad.

Después, intercambiábamos chicanas sobre fútbol –él era de Central, yo de Newells– y me preguntaba cómo estaba Roberto Caferra, porque él se levantaba todas los días a las 6 de la  mañana a escuchar su programa.

Mientras se vestía, desayunaba, Albertito siempre tenía Radio 2 de fondo. Hasta las 7, cuando el transporte lo pasaba a buscar por su casa de barrio Acíndar, en zona sur, y empezaba un raid imparable. Iba a Marca Naturaleza, un centro de día que queda en Ibarlucea, volvía a media tarde. Merienda, descanso, y después a Applir, para las clases de música o folklore.

Los fines de semana tampoco lo detenían: hacía atletismo con el grupo de Olimpíadas Especiales Rosario, en el Estadio Municipal; participaba de eventos solidarios. Por supuesto, seguía a Central. Escuchaba las transmisiones de Jesús Emiliano. La radio también acompañaba los viajes familiares en auto, en los que Albertito era el copiloto de Alberto.

Albertito, preparado para bailar con el ballet folklórico Atahualpa.

Además, estaba de novio con Andrea. Se conocieron en Marca Naturaleza y ella era muy envidiada por su compañeras porque dicen que Albertito tenía mucho arrastre. Les gustaba bailar: él iba y venía con un pen drive en el que sobresalía la cumbia, sobre todo Los Palmeras.

Hace algunas semanas, un lunes, Albertito me abrazó y me preguntó por la radio. Le conté que se preparaba un cambio de programación y le propuse traerlo alguna tarde para ver cómo se hacían los programas nuevos. Se entusiasmó. 

Pero a los pocos días avisaron en el grupo de Whatsapp de Applir que tuvo un ACV. Todo el mundo se preocupó, fue una noticia conmocionante. Cerca de una semana después, cuando todos creíamos que estaba mejor –incluidos Alberto y Griselda–, vino el mazazo: Albertito había muerto.

El sábado, al velorio, fue una multitud. Me cuesta recordar alguno en el que haya visto más gente. La congoja nos atravesaba a todos: familiares, sus compañeras y compañeros, madres y padres de compañeras y compañeros, maestras, maestros, representantes de las instituciones que transitaba. Quizás todas esas personas supieran, como yo, del valor de los abrazos de Albertito. Y quisieron estar allí para envolver entre todos, con la misma calidez, a Griselda y Alberto.

Hace un par de días lo llamé a Alberto. Le pedí permiso para hablar de su hijo en Radiópolis, el programa que escuchaba todas las mañanas. Al fin de cuentas, Albertito, Alberto, Griselda le dan sentido a esto que hacemos y amamos. 

Pero sobre todo, quería cumplir lo que había prometido: traerlo a la radio. Y que todos quienes compartían con él la costumbre de escucharnos supieran quién era Albertito Ayala.

*(Este texto fue leído por el autor este viernes a la mañana en Radio 2)