Una enfermera tucumana adoptó a una beba abandonada que debido a su estado de salud tenía pocos meses de vida. Sin embargo, la niña sobrevivió hasta los 5 años y tuvieron la oportunidad de transitar un tiempo que a pesar de los sobresaltos por las complicaciones de la nena, fue feliz.
La historia de Nuria Pérez aparece hoy en Infobae. En mayo de 2014 fue a trabajar al hospital Eva Perón, entró a la sala de neonatología, miró uno por uno a los bebés y preguntó las novedades. Creyó ver a otro bebé —un varón al que ya conocía— pero cuando se acercó vio que la etiqueta decía “Zoe”. Una compañera le explicó que la beba tenía dos meses y había sido abandonada. Su diagnóstico era “hidranencefalia”, es decir, en vez de hemisferios cerebrales tenía dos bolsitas con líquido. “Su expectativa de vida era muy pequeña: un año más o menos”.
Radicada en pueblo llamado Santa Lucía, a unos 600 kilómetros de San Miguel de Tucumán, Nuria visitaba todos los días a la beba que siguió creciendo. “Al no tener sus hemisferios formados no podía ver, tampoco escuchar, obviamente no iba a poder caminar. Pero sí tenía formado el tronco cerebral, lo que hacía que el funcionamiento de sus pulmoncitos y de su corazón estuvieran activos”, explicó.
Nuria tenía 28 años en aquel entonces, era madre de un hijo de 9 y estaba separada. “Los niños en esa situación siempre son particulares para nosotros, el contacto es bastante mayor que el que tenemos con un bebé que tiene a su mamá y su papá para que lo asistan. Zoe no era mi paciente, pocas veces la asistí, pero igual siempre pasaba a verla y me quedaba un ratito con ella”, cuenta.
“Un mes después de conocerla, mes y medio, le dije a mis compañeras: ‘Yo voy a ser la madre’”, agregó sobre el momento clave. “No es que yo tuviera necesidad de ser mamá, lo pensé más que nada como una necesidad de ella. Pensé: ‘Si va a vivir una vida tan cortita sería bueno que tuviera una mamá, un hermano, abuelos, tíos, primos, una casa, una cama, su ropita, sus juguetes’”, enumera Nuria. “Creo que hay muchas maneras de ser madre, y la adopción era una manera distinta a la que yo conocía”.
Según datos de la Dirección Nacional del Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos (DNRU) uno de los grandes problemas de la adopción es que la mayoría de los postulantes quieren bebés (8 de cada 10), por lo que, si el niño es más grande se reducen sus chances de encontrar una familia. También caen las posibilidades si tienen hermanos (4 de cada 10 candidatos no los aceptan). O si el niño tienen una discapacidad o una enfermedad, como Zoe. En ese caso, el 85% de los postulante dice “no”.
“Hasta que un día volví a casa, me senté con mi papá, mi mamá y mi hermana y les conté la situación". Les dijo cuál era el estado de salud de Zoe, su pronóstico de vida y lo que había podido averiguar en el juzgado: que la mamá biológica había sido una chica muy joven, sin ninguna posibilidad económica de hacerse cargo de una beba con discapacidad. "Y bueno, me dijeron que si era mi decisión y yo estaba segura que ellos me iban a acompañar, que las puertas de casa estaban abiertas para Zoe”.
También habló con Lázaro, su hijo, que se asustó un poco cuando vio una foto de la nena pero se puso contento porque era el único de su grado que no tenía hermanos. “Le expliqué que no nos podía escuchar ni ver pero que la podíamos cuidar y él podía jugar con ella de alguna manera”.
Finalmente, lo consultó con el papá de su hijo, del que estaba separada. “Él tenía derecho a proteger la integridad de Lázaro, porque iba a tener una hermanita que iba a vivir poquito tiempo, lo que podía provocarle sufrimiento. No sólo estuvo de acuerdo, se involucró tanto en su crianza que con el tiempo se convirtió en el papá de Zoe”. Los padres de él, a la vez, se sumaron como abuelos paternos.
Un año que fueron cinco
Dice Nuria que a Zoe se la vio mejor desde el día en que llegó a casa. “En el hospital estaba en una cunita muy chica en la que ya poco entraba, y bueno, acá tenía su cama. Dejó de tener las manitos cerradas, empezó a abrirlas”.
La atendían un neurólogo, un fonoaudiólogo, un neurocirujano, un kinesiólogo, la llevaban a hidroterapia, se alimentaba por sonda y tenía una válvula para drenar el líquido cefalorraquídeo de su cabeza. Sin embargo, Nuria cree que no eran sólo los cuidados médicos lo que le hacía bien.
“Yo siempre la traté como a cualquier niño. Nunca en mi cabeza estuvo que ella sufría o ‘pobrecita, mi bebé’. La llevaba a la plaza, la subía a la calesita, salíamos a comer en familia con ella: cosas normales que capaz que los padres de un niño con una discapacidad no se animan a hacer”. Pero el tiempo seguía corriendo y Zoe se acercaba a su primer año de vida.
“Obviamente que tuvimos miedos, inseguridades, mucho más cuando se acercaba la fecha límite. Más allá de que uno supiera que en algún momento iba a suceder, nunca estás preparado para la muerte, mucho menos la de un hijo”. Pero Zoe cumplió un año, el segundo, tres, cuatro, y hay una foto de ella frente a su torta en su cumpleaños de 5.
Fueron años de alegría pero difíciles, porque Zoe tenía convulsiones a diario, usaba pañales, había que rotarla para evitar las escaras en su piel y solía tener crisis respiratorias que obligaban a su familia a internarla.
"Uno nunca está preparado para algo así, menos si se trata de la muerte de un hijo", reflexiona
El 12 de agosto de 2019, Nuria volvió del trabajo y notó que su hija estaba “rara”. “La llevé a mi cama, la abracé. Dormimos juntas esta noche”. La controló una vez por hora y aunque los niveles de saturación de oxígeno eran normales, por la mañana la llevó al hospital. En el momento en que la acostó en la camilla, Zoe tuvo un paro cardiorrespiratorio.
“El médico me ordenó que saliera y yo le dije que no iba a salir porque no la iba a dejar sola. Me trató mal, me agarró de un brazo y me empujó contra una mesada. Para mí fue terrible esa situación, le había prometido a Zoe que nunca la iba a dejar sola, ni siquiera en su peor momento”. Fue en ese momento que Nuria tuvo que tomar la que considera “la decisión más difícil de mi vida: no reanimarla, no intubarla, no sostener la vida a cualquier precio.
“Es que tal vez la reanimaban y salía y podía volver a casa, o tal vez quedaba intubada en un hospital hasta el final, prolongando la agonía, que era lo que ninguno de nosotros quería para ella”. Zoe murió el 13 de agosto del año pasado: diez meses antes de ese día, Nuria había logrado convertirse legalmente en su mamá.
“Todavía estamos aprendiendo a vivir sin ella —confiesa, y respira hondo para poder seguir—. Duele mucho, pero no me arrepiento de nada. Fueron los mejores cinco años de mi vida”.
De aquella idea de la adopción en la que los adultos le hacen un favor a un niño, Nuria pasó a otra menos lineal: “Creo que fueron años buenos para ella, pero también para nosotros, porque unió mucho a la familia. Yo también cambié. Capaz que había momentos en los que yo estaba mal y me acostaba al lado de ella y se me pasaba todo, no necesitaba más nada. Creo que cuando tenés los días contados aprendés a vivir de otra manera. Yo pasé por muchas situaciones de burocracia para defender sus derechos, de maltrato, pero así aprendí a ser una mujer fuerte. Por eso creo que a pesar de su situación Zoe, como hija, hizo mucho por mí también”.
Esta es la despedida que Nuria escribió en su cuenta de Facebook el mismo día de la muerte de su hija:
“Solo Dios, la vida y el universo saben lo mucho que te quiero, pero sobre todo lo mucho que me diste.
Te amé desde siempre, quien sabe si de esta vida o de miles antes.
Me diste mucho, más de lo imaginado. Es por eso que sólo quiero decirte gracias mi eterna niña: gracias por dejarme ser tu mamá, gracias por enseñarme todos los días que hay que ir para adelante.
No hay vacío en mi corazón y eso solo te lo debo a vos. Hoy nos dejaste físicamente, pero siempre estarás en mí en todas las situaciones de mi vida.
Te amé como a nadie, te cuidé como pude”.