"Si cada hora vino con su muerte (...)

La vida es nada más que un blanco móvil

Usted preguntará ¿por qué cantamos?"

(Mario Benedetti - Alberto Favero)

En una sociedad convulsionada, jaqueada por la inseguridad e impregnada por el narcotráfico y la violencia en todas sus formas, legitimada desde el poder central, casi ninguna estructura y relación social se mantiene inalterable. Aunadas en un deseo colectivo, este 8 de marzo, las mujeres llevan a la marcha en Rosario, miles de historias personales que necesitan salir a la luz. Aquí, en diálogo con Rosario3, los relatos cotidianos invisibles de dos mujeres rosarinas, suman carnadura a la conmemoración internacional del Día de la Mujer y plantean nuevas preguntas a analistas de escritorio de todos los géneros. Contar, alivia; marchar, acompaña. Por eso contamos. Por eso marchamos.

La historia de Gisela: “O me das la casa o te pego un tiro ya”

 

Gisela nació en Rosario hace 50 años y vive provisoriamente “de prestado” con su hija de 9 años, su hermana y la familia de ésta, en la casa de su madre, en la zona oeste de la ciudad. Tiene otra hija de 27 años que no vive con ella. Cursó hasta 7º grado. A los 14 años, tuvo que salir a trabajar porque su padre estaba enfermo. Hoy hace tareas de limpieza en casas de familia. No cobra planes del Estado. Sólo percibe la asignación por su hija más chica. Pudo acceder a ese beneficio, a través de un embargo a su exmarido que figuraba como titular de la asignación; pero "es adicto y se gastaba toda la plata en droga", por lo cual, a la nena no le daba siquiera para comer.

Gisela habla de su nena, emocionada. Cuenta con entusiasmo, que empezó 4º grado y que pudo llevar a la escuela todo lo que necesita, gracias a la ayuda de varias personas. La mochila y la cartuchera se la regalaron. Los útiles los compró ella, pero los sacó “al fiado” y aún debe 1.700 pesos. El short del uniforme se lo regaló su hermana y la remera (4.500 pesos) se la compró ella.

Un grupo narco, que controla la zona, les usurpó la vivienda.

Su voz y su actitud oscilan entre impetuosas y vulnerables, según hacia dónde vayamos con la historia de su vida. El episodio traumático más reciente está relacionado con su casa en el barrio Santa Lucía Viejo, donde habitaba con su marido, antes de la ruptura final, y la pequeña hija de ambos. No puede contarlo sin quebrarse porque estaba orgullosa de su casa y tuvo que abandonarla con lo puesto.

Unos días antes del 24 de diciembre de 2023, un grupo narco –que controla la zona y, según cuenta, ya mató a dos proveedoras de estupefacientes, en los últimos dos meses– les usurpó la vivienda. “O me das la casa o te pego un tiro ya”, les dijo apuntándoles, uno de los integrantes de la banda, que ronda los 17 años. Y se tuvieron que ir para no morir.

Ella y la nena se establecieron de manera temporaria en la casa de su madre, donde el espacio no sobra y la relación con su hermana –que se siente invadida por la mudanza imprevista– está cargada de tensión. Su exmarido, quien es portador sano de VIH y no trabaja a causa del deterioro de su salud física y mental, provocado por la cocaína y el consumo no controlado de sedantes, pernocta de lunes a viernes, en un centro de día y los fines de semana, está en la calle. “Por un montón de trabas burocráticas que nos ponen para conseguir el certificado de discapacidad, no podemos internarlo. Él necesita internación para poder recuperarse, pero yo no doy más (llora) y no puedo llevarlo a vivir conmigo en la casa donde estoy de prestado con la nena. Gracias que nos dejan estar a nosotras”. Su tono desborda impotencia y desesperación. Es obvio que quiere hacer algo también por él, pero no dispone de recursos para sobrepasar los obstáculos con que se enfrenta en los dispositivos de salud.

Las huellas de una infancia violenta y el desahogo de la religión

La vida de Gisela nunca fue sencilla. Creció viendo cómo su padre golpeaba a todos, pero especialmente, a su mamá. “Con una sola mirada de mi papá, nos callábamos porque sabíamos lo que venía. A ella le hacía de todo. Le pegaba con los puños, le daba con la hebilla del cinto, la arrastraba por el piso. Era insoportable ver eso todos los días. Yo no entendía tanto dolor”. Se agita en el relato mientras revive las escenas y se vuelve a ver chiquita ante aquella crueldad. Cuenta, casi con culpa, que un día se interpuso entre su padre y su madre para evitar que él le pegara. “Y entonces le pegué yo a él y le dije «nunca más le vas a pegar a mi madre»” –dice como confesando una falta imperdonable; como si volviera a tener cinco años y no sus cincuenta actuales– y no me importó lo que pudiera hacernos después”.

A los 21 quedó embarazada de la mayor de sus hijas y se fue de su casa. “Me hice una coraza y me fui. Unos años después –añade llorando– gracias a la iglesia evangélica pude pedirle perdón a mi padre” –suelta la frase desgarrada, a modo de disculpa– perdón por no quererlo, por estar enojada con él, por no haber entendido que él nunca pudo dar amor porque a él tampoco se lo dieron”.

A pesar de la resignación que le ofreció la religión, a costa de hacerse cargo de la violencia paterna, invertir la carga de responsabilidad y pedir perdón al golpeador familiar, Gisela logra diferenciar el comportamiento agresivo de su padre y el abandónico de su exmarido, ya que, según asegura, éste último no les pegaba. “Sólo que como siempre estaba drogado, no colaboraba para que pudiéramos subsistir. No existía”.

En relación con la dificultad de él para superar esa adicción, Gisela también asume cierta responsabilidad. Cuenta que hizo cursos de capacitacion en centros de salud municipales y que “él asistió también a Reducción de Daños” (se refiere a los programas orientados a minimizar los impactos negativos del consumo de drogas y de las políticas públicas y leyes sobre drogas).

Cuenta, además, que acordaron con su exmarido, encontrarse en una plaza, cada tanto, para que él pueda ver a su hija, pero la nena no quiere verlo. “Se me complica eso, porque primero dice que sí, pero cuando llega el momento, no quiere ir. Yo le mando a decir a él, con un intermediario, que tiene un celular, que trate de estar fresco cuando va a ver a la nena, pero a veces, ella no quiere verlo. Yo le explico y él no se enoja. Dice que no la obligue”.

Gisela dice que nunca recibió asistencia psicológica. “Yo me descargo con papá dios. Me quebranto mucho. Lloro mucho. Me siento mal, pero aliviada”.


Por qué marcho

 

“Varias veces tuve miedo por mi vida, por la vida de mis hermanos y por la de mi mamá, cuando mi papá empezaba a golpearnos. Recordando todo aquello que hasta el día de hoy me hace llorar tanto –reafirma Gisela– te digo que por supuesto voy a marchar el 8 de marzo. Por todas las mujeres como yo, que antes no pudieron hablar, ni expresarse. Que fueron silenciadas. Que estuvieron obligadas a callarse”.

“Y también marcho por mí –admite– porque después de muchos años, pude tomar la determinación que marcó un antes y un después en mi vida. La decisión de irme sola con mi hija, de no sufrir más y de salvar a la nena para que no termine igual que el padre, en el consumo y en la calle. Por todo eso, marcho”.

La historia de Emma: “No me nace tratarte bien”

Emma tiene 32 años y es madre de un nene de dos. Terminó la secundaria en un Eempa porque en la mitad de la cursada de la escolaridad media, tuvo que dejar, para salir a limpiar casas con su mamá. Aún así, recuerda su infancia como algo lindo. “Me gustaban la música y los deportes. Tengo buenos recuerdos de esa época”.

No recibe ningún plan del Estado. Trabaja como costurera, pero antes también fue mucama y cajera. “Me gusta trabajar, me da energía”, dice. Está separada después de una tortuosa relación de pareja con el padre de su hijo. El hombre es adicto y su adicción, sumada a problemas de celos obsesivos, lo convirtió en una persona violenta y golpeadora que además, dilapidaba los ingresos de la pareja en las sustancias que consume.

Por disposición judicial, Emma tiene un botón de pánico, para que pueda pedir ayuda en caso de que él reaparezca, algo que ya sucedió, a pesar de la restricción perimetral.

Sus palabras se entrecortan de a ratos por el llanto contenido, al mirar a su alrededor, las puertas abolladas de la casa que alquila. Puertas que él pateó innumerables veces, o paredes rotas por el impacto de objetos que él tiraba, o por los puñetazos que él daba, antes de pegarle a ella (o mientras le pegaba a ella). El bebé reclama su atención de a ratos y Emma dice que desde que se separó de su marido, el chiquito duerme más tranquilo, porque antes se sobresaltaba todo el tiempo, asustado por los gritos. Incluso estando despierto, si alguien levantaba un poco el volumen de la voz en una conversación, se largaba a llorar.

“Cuando nos conocimos, él me decía como toda pareja, las cosas que le gustaban de mí. También me dijo que era un poco celoso y eso no me preocupó porque no soy de salir, pero las cosas cambiaron rápido. Al poco tiempo, empezó a cuestionar mi maquillaje, mi ropa, mi pelo, mi cuerpo. Todo lo que le había gustado de mí, ahora lo opacaba. Decía que el olor de la base que yo usaba para la cara le hacía vomitar. También decía que usaba el pelo largo para gustarle a otros hombres y me mandó a cortármelo. Se aparecía en mi trabajo sin avisar y yo tenía que inventar alguna excusa para salir un momento hasta la esquina a tranquilizarlo. Decía que yo andaba con alguien del trabajo y no había forma de convencerlo de que no era así. Entonces, arrancó a golpearme y yo, a faltar al trabajo seguido, porque no me podía parar después de las palizas. Así, perdí varios trabajos porque apenas empezaba a trabajar, él se aparecía y espiaba a mis compañeros hombres y afirmaba que me miraban o que yo los miraba. Cada vez duraba menos en los trabajos por mis faltas repetidas y al final, ni siquiera llegaba a las entrevistas laborales, porque me pegaba en la cara el mismo día de la reunión, para que no pudiera ir por los moretones. Un día me convenció de que comprara las máquinas de coser con una plata que yo tenía, así trabajaba en casa y no tenía que salir, pero nada frenó los golpes”.

Entre una paliza y otra, había períodos de aparente calma, en los que él parecía haber cambiado. Argumentaba que “se había confundido” y a modo de explicación, le decía: “No me nace tratarte bien”. Hablaba de la enfermedad de algún familiar que lo entristecía, o de alguien que tenía internado, sabiendo que ella no lo iba a dejar solo en ese trance.

El relato de Emma es denso y oscuro. Y es inimaginable cuánto más denso y oscuro fue el día a día que describe con precisión y detalles. La orden de restricción judicial se dispuso a partir de que él la interceptara a la salida de uno de sus trabajos, le sacara la mochila con sus pertenencias y le lastimara la cara mordiéndola, porque ella se resistió a ser besada, ya que estaban momentáneamente distanciados, a causa de una golpiza.

"Arruinaba todas las fiestas y los momentos lindos"

 

Un rasgo en el que Emma insiste y (se nota) se lo reprocha a sí misma, por el daño que causó, además, a su familia, es que su exmarido arruinaba todas las fiestas que compartían: cumpleaños, navidades. No importaba de qué se tratara el festejo. Todo terminaba en conflicto.

Dejé de maquillarme y me quedaba sentada al lado de él, como una planta, en las fiestas.



“No sé cómo hacía, pero un rato antes de salir de casa para el lugar de la fiesta, encontraba algo para discutir. Ese algo siempre era referido a mí: mi vestido, mi cuerpo, mi pelo. Si no, una vez que estábamos en la fiesta, me agarraba aparte y empezaba a decirme que yo miraba a tal o cual de mi propia familia. Entonces él decidía que nos fuéramos, y cuando llegábamos a casa, me pegaba otra vez, por cosas que nada más él veía. Aseguraba algo y no aceptaba nada que no fuera eso, aunque no tuviera pruebas de lo que decía. Llegó un punto en que dejé de maquillarme y me quedaba sentada al lado de él como una planta, en las fiestas, porque cualquier cosa que yo hacía (hasta caminar) él decía que era para provocar a alguien. Dejé de ser graciosa y divertida. Dejé de ser la persona que era”.

También, era común que cuando se enojaba, agarrara la moto y se fuera de casa habiendo tomado. Entonces, apagaba el celular y pasaban horas sin que yo supiera nada de él. No sabía si estaba vivo o si le había pasado algo.

La madre del golpeador es psicóloga y acompaña a mujeres golpeadas, pero...

 

Emma cuenta que durante “el calvario” que vivió junto a su exmarido (que incluyó fracturas, múltiples lesiones corporales, ser arrastrada de los pelos, días de encierro bajo llave con las perillas del gas abiertas, agresiones sexuales y ser echada de la casa que ambos alquilaban, entre otras atrocidades) confió mucho en la madre de él –su suegra– quien, según describe, ejerce como psicóloga y acompaña a víctimas de violencia de género en sus denuncias. Sin embargo, se sorprendió cuando vio que su actitud con relación a su hijo, no se correspondía con su discurso y su trabajo público. Con su nuera no era solidaria, sino todo lo contrario.

“Como ella trabaja en eso, yo creía que me iba a ayudar, pero con el tiempo fui viendo que cada vez que él me golpeaba, ella trataba de convencerme de que no lo denunciara. Me pedía que le tuviera paciencia, que tenía que entenderlo. Insistía en que él era así conmigo, pero que era bueno. Es que él con los demás tiene buenas actitudes –aclara–, le hace favores a todo el mundo. Hasta a mi mamá le llevaba regalos. Entonces, al principio, era difícil demostrar lo que hacía conmigo, porque todo pasaba dentro de casa, cuando estábamos solos”, cuenta Emma, entre sollozos, y agrega que los que sí conocían la verdad de lo que pasaba en la casa, eran los vecinos, porque escuchaban los gritos y veían todo.

Pero la situación quedó más en evidencia cuando dejaron de vivir solos. “En un tiempo, cuando nació el bebé, nos fuimos a vivir con mis suegros, en la misma casa. Yo, cada vez tenía menos independencia económica. Ellos escuchaban cómo me insultaba y veían cómo me pegaba y después se iba a la isla, a pasar el día con los amigos y subía fotos a las redes, como si nada. Yo me quedaba con mi hijo recién nacido, sin fuerzas ni ganas de comer, porque veía que las cosas iban para peor y que mis suegros no le decían nada. Pude ver que él maltrataba también a su madre y supe que ella, a su vez, había sido golpeada por mi suegro. Me sentí desesperada porque entendí que ellos no me iban a ayudar. Si no hubiese sido por mis amigas, no sé qué habría pasado”.

De acuerdo al relato de Emma, el colmo de la falta de empatía de su suegra hacia ella lo vivió a partir de su segunda y última denuncia, ya que la mujer atestiguó en defensa de su hijo y sostuvo que su nuera tiene “tendencia a la fabulación” y pidió pericia psicológica para la joven, algo que la Justicia ya realizó. En cambio –según explica– no existió la misma celeridad procesal a la hora de realizar el examen toxicológico del agresor, algo que Emma había solicitado, como paso previo a resolver la revinculación con el niño. “Resolvieron la revinculación con el bebé, sin ver en qué condiciones de consumo está el padre”, afirmó Emma. “En cambio, yo sí tuve que probar todo. Eso es lo que más duele. Parece que las cosas están al revés en la Justicia”.

Por qué marcho

 

A las marchas del 8M empecé a ir desde que hice la primera denuncia. Fui por lo que me estaba pasando; pero ahora ya no voy por lo mío. Voy porque siento que a lo mejor, hay otras mujeres que están pasando por lo mismo y necesitan estar acompañadas.

Mi casa la mantenía yo y él me decía, si te separás de mí, de qué vas a vivir. La verdad, el que necesitaba de mi plata para pagar su adicción, era él. Hoy ya no mantengo a un adicto y sí, puedo vivir sola con mi hijo.