Diez años pasaron de la explosión de aquel edificio que era el centro de tres torres, llevándose 22 vidas, hiriendo a más de 60, e incontables esquirlas materiales y emocionales en vecinos y familiares. En un cerrar de ojos, muchos que alquilaban en la cuadra buscaron otros rumbos, propietarios navegaron aguas burocráticas para ser indemnizados, negocios cerraron y otros abrieron. La cuadra se enmudeció y volvió a fluir con la tracción a sangre de la bicisenda, los vehículos y transeúntes. El jacarandá sobreviviente de la puerta floreció muchas veces, y ahora una constructora privada que realiza la primera etapa del Memorial, se comprometió con el Estado por su resguardo.
Es indecible el proceso interno por el que pasó cada uno de los que habitó estos diez años esa cuadra, así como las vidas que debieron volver a encontrar sentido, tras la pérdida de cada uno de los 22. Los que apostaron a seguir abriendo sus locales a la calle, que al principio esperaron pacientes por meses el permiso, y luego percibieron resquemores de clientes que no querían volver a pasar por la cuadra. Como la película japonesa de Kim Ki-duk Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera, fue cambiando la fisonomía de la calle Salta al 1200, y el tiempo hizo su parte.
Costanza Caterina es desde hace pocos años madre de cuatro, junto a Juan, su compañero. Todos ellos hablan de la tía Flor cotidianamente, a quien Coti de pequeña apodaba “limón” junto a Carla, la hermana mayor. Flor era una artista plástica que dormía en su departamento, a sus 27 años, cuando murió en la explosión.
Mirta Barro es la dueña de la lencería que durante 16 años veía pasar a decenas de estudiantes por la puerta. El maniquí de su vidriera fue de las primeras imágenes que circularon en televisión cuando ocurrió el estallido. Y persistió todos estos años a los cambios fisonómicos y costumbristas de la cuadra, hasta que cerró a comienzos de este año.
Sandra Bonfanti e Inés Gnesetti son dos psicoanalistas que atendían en lo privado, pero al ocurrir el estallido se pusieron a disposición ante la emergencia junto a otros 300 voluntarios, con el Dispositivo de Atención del Colegio de Psicólogos, aprestado las 24 horas en la carpa por el bulevar Oroño, a media cuadra del edificio derrumbado, así como en la sede del Colegio a cuatro cuadras, a la espera de vecinos y familiares en busca de contención.
Familiares, vecinos, comercios, servicio de salud, son solo un par entre miles de miradas de quienes vivieron de cerca la tragedia junto al jacarandá, y que a diez años evocan sus recuerdos desde otro sentido, observando el movimiento rápido y lento de las cosas que tomaron un nuevo rumbo. Mientras, en el centro de esa cuadra, junto al árbol sobreviviente cercado, se erigen los cimientos del Espacio Cultural y Educativo de la Memoria y la Música Salta 2141.
La her(r)mana menor, sus cuatro sobrinos y las artes
Coti es una de las dos hermanas de Florencia Caterina, una de las 22 víctimas fatales que se llevó el estallido. Le llevaba seis años. Y su hermana mayor Carla, le llevaba 16. Y con las diferencias lógicas de las edades y personalidades de cada una, tenían un vínculo muy estrecho, donde el arte era un tema de charla cotidiana.
“A pesar de su corta edad, Flor llegó a hacer un recorrido y tenía un estilo. Una búsqueda propia del arte, y a veces me pregunto qué estaría haciendo hoy si aun viviera. Seguramente desde las artes plásticas, pero quizás también con la música”, fantaseó Costanza. El recuerdo de la hermana menor es un ejercicio de memoria cotidiano, diario, y hoy inclusive, luminoso. Lejos de la melancolía. Así es para ella, como para toda su familia.
Los cuatro hijos de Coti dibujan mucho y también les gusta la música. “Les transmitimos lo que nos enseñaron a mí y a Juan en nuestras infancias. El arte es salvador. Te conectás con lo primitivo y con tu interior. Uno de ellos toca la guitarra, otro el piano y otro la batería. Y el mas chiquito todavía no sabemos, parece que quiere trompeta”.
Coti y su pareja Juan son padres de cuatro varones adoptados en el Ruaga. El primero, de nombre A (para preservar su identidad) fue hace cinco años, y con él fueron a cada acto los 6 de agosto en calle Salta. Luego vinieron los tres hermanitos, a pedido de A, que no quería ser hijo único.
“En mi infancia siempre éramos muchas primas mujeres, y las hermanas eramos Flor, Carla y yo. Me gusta ahora haber traído muchos hombres a la familia. A nos dijo que quería tener un hermanito, y pasamos un proceso de entrevistas nuevamente, aunque más ágil que el primero. Y después de la pandemia -que se frenó todo- nos llegó el mail del Ruaga con la propuesta, y aparecieron los tres hermanitos I, B y J".
Costanza recuerda que cuando era pequeña, quería tener una hermanita menor, y entonces llegó Flor. “Con Carla fuimos como sus mamás, la cuidábamos. No había tantas peleas por la diferencia de edad. Para mi era un juguete, un bebé de Yolibel pero de verdad”.
En la familia no hay un día que no la nombren. Pero cómo era Flor en sí misma, es algo aparte. “Ella siempre tuvo personalidad, sabía cómo quería vestirse cada día, era un fosforito. Le decíamos 'limón' porque se los comía como si fueran naranjas, y también porque era amarga, no quería que le diéramos besos y nosotras la besuqueábamos un montón por ser nuestro bebé”, dijo entre risas.
Cuando era pequeña, Flor fue mucho al Promúsica y cantó con Sandra Corizzo en el Sindicato de Música, donde se recibió de maestra al terminar la secundaria, pero no ejerció, porque entonces supo que quería seguir el camino de las Bellas Artes. Ya al terminar el primer año empezó la ayudantía en una cátedra de Roberto Echen. Desde ahí tuvo muy claro que ese era su camino.
“Desde chica Flor daba un taller de arte con cerámica en el Colegio Latinoamericano”, apuntó Coti. Ella misma es una artista que desde hace muchos años realiza cerámica, y ha participado en las ferias rosarinas con su obra. Consultada sobre esta coincidencia de búsqueda de ambas, asintió: “Las dos hablábamos mucho de arte, compartíamos ese lenguaje cotidiano que era de las dos”. En calle Salta se perdieron muchas de sus obras, pero los hijos preguntan mucho sobre ella, que ahora es una memoria que se ejercita cada día mas allá de los aniversarios. Para Coti ese es el legado que les dejó.
Flor ya era una artista reconocida en el under artístico. Junto a su novio Matías Pepe y su amiga Ángeles Ascúa tenían el proyecto La Herrmana Favorita (sí, con dos erres), que justo se expuso unos días antes de su muerte. Una usina contenedora de otros artistas. “Era un proyecto hermoso y reconocido: ellos hacían talleres de formación con artistas de Buenos Aires, y tenían una “sub-escuela” dentro de Bellas Artes, con acciones y performances. Con el novio de Flor, Matías Pepe, seguimos siempre en contacto, el también pudo seguir con su vida”, destacó Coti.
Hasta que fue el juicio, la familia Caterina asistía a cada acto. Pero algo cambió. “Después no nos gustó porque entendimos que hay tranzas. Deberían estar presos todos por esa gran responsabilidad aunque no hubieran ejecutado la acción. Mis padres y nosotros pensamos que no hubo justicia”, afirmó Costanza.
Justo antes del juicio los llamaron desde Atención a la Victima de Provincia, cuando estaba la posibilidad de expropiar el lote. “Yo ahí sentí que el juicio iba a ser lo que fue: iba preso el gasista por la acción per-se, pero no el resto. Entonces decidimos corrernos, porque mis padres son grandes. Teníamos que sostenerlos a ellos, nuestra energía la pusimos en que ellos estén bien porque se cortó lo natural de la existencia: perder un hijo y del modo mas impensado”.
Consultada sobre cómo están sus padres, Coti dijo que “a Flor la tienen presente todo el tiempo, no desde el dolor, sino con resiliencia. Y los cuatro nietos fueron una fuerza vital nueva en sus vidas, que disfrutan y encuentran un nuevo sentido”.
“A pesar de lo doloroso y extraordinario que fue Salta 2141 -porque no se te ocurre que algo así pueda pasarte estando en tu departamento - pienso que nadie puede quitarnos la felicidad de tener a Flor, y rememorarla todo el tiempo. Por más que no haya Justicia, tenemos una fortaleza que no nos van a quitar, es algo intimo y profundo: ella es un impulso vital que nos empuja para las nuevas generaciones. Tenemos paz, porque no sentimos deudas con ella”.
El maniquí que vio pasar las estaciones
Mirta Barro tenía su lencería en calle Salta 2120, en diagonal al edificio estallado, hacia el lado de Balcarce, donde alquiló desde 2006 hasta comienzos de este año, que cerró finalmente al tener su jubilación luego de mas de 16 años.
Allí trabajaba algunos días, y otros su empleada. El local, “Secretos de mujer”, vivió el eco del estallido: todos sus estantes de vidrio y vidrieras desaparecieron, la mercadería se llenó de escombros, y se cayó el cielorraso. El maniquí caído junto a la vidriera fue de las primeras imágenes que circularon en televisión cuando ese 6 de agosto aún se desconocía el origen del estallido, y hasta se creía que el problema surgió de la caldera.
Afortunadamente en ese momento la empleada de Mirta solo se mareó y se descompuso por el ruido ensordecedor y el olor a gas. No fue igual la suerte para la señora de la marquería Adriana Mattaloni, que estaba junto a su empleado, y producto de la explosión fue impulsada unos metros y falleció.
Mirta conocía a Débora Gianángelo y a un matrimonio de personas mayores, y su empleada que trabajaba más horas ahí conocía a la mayoría de los estudiantes del edificio. En el momento de la explosión Mirta trabajaba a 15 cuadras, y una amiga suya que vio primeras imágenes en la televisión reconoció la cuadra y le avisó que hubo una explosión frente a su negocio.
“Pedí salir de mi trabajo, y un taxi me dejó en Oroño y San Lorenzo, más no lo dejaban pasar. Así que llegue caminando y sin entender todavía lo que pasó, ya veía la escena: miles de ramas caídas, pájaros y palomas muertos en el bulevar. Llegué a Salta pero junto a otros vecinos de esa cuadra que pedíamos acceder nos fueron alejando hasta Alvear y Jujuy para comenzar el rescate. Hicieron un cerco perimetral porque era peligroso estar aún en la zona, por los edificios con peligro de derrumbe de toda la manzana, y desalojaron a todos los vecinos. Con los vecinos que estábamos no tomábamos magnitud del hecho”.
Mirta además de ser vecina de Salta 2141 por su comercio, tiene una hermana que vivía en uno de los edificios más afectados, de ingreso por Balcarce, por lindar con el de Salta en el corazón de la cuadra. Su departamento, así como la mayoría de esos edificios, se estalló completamente de vidrios y sus muebles volaron.
“El edificio de mi hermana daba el contrafrente justo de cara a la torre explotada. Ella no estaba en ese momento. La onda expansiva dio vuelta los muebles, con vidrios incrustados en las paredes, y cuando logró convencer a los bomberos que la dejaran pasar, encontró a su perrito escondido debajo de la cama, lleno de vidrios también”, recordó Mirta.
A la lencería Mirta y su pareja pudieron ingresar solo un rato a la tarde del estallido, donde encontraron todo roto: “Tapamos con bolsas la vidriera y cerramos la puerta y nos fuimos. Recién a fines de agosto nos dejaron llevar toda la mercadería, temíamos que sea robada por rumores de vecinos. La Municipalidad fue la encargada de sacar los escombros y vidrios, y repusieron todo. El cielorraso también”.
El negocio debió permanecer cerrado desde ese 6 de agosto hasta el 14 de diciembre. “Fueron meses muy difíciles, porque no nos dejaban acceder, y recibí versiones de que el local estaba todo abierto. Cuando al fin volvimos, pintamos todo el local y nos repusieron los estantes de vidrio”.
La cuadra para Mirta nunca más fue la misma: “Nosotros seguimos trabajando normalmente, y clientes había, pero recuerdo algunas clientas que no volvieron, o vecinos que no querían pasar por la cuadra. Se trata de una cuadra muy transcurrida, con mucha vida, y dejó de serlo en ese primer tiempo”.
Pero Mirta y su marido no sentían la necesidad de muidar su local. “Tenía una buena relación con los dueños, tenía mis clientes. A mí el hecho me fortaleció”, aseguró. Entonces recapituló que “un quiosco enfrente que vendía mucho debió cerrar, una joyería y una peluquería se fueron. Y los inquilinos del edificio donde yo tenía el local también decidieron irse”.
El ritmo de la cuadra que rodea al edificio eventualmente volvió a ser el de siempre. Cada edificio fue arreglando su fachada con las indemnizaciones. “Costó que la cuadra vuelva a la vida, varios locales permanecieron sin ser alquilados por un tiempo, pero hace rato que ya hay de nuevo locales”.
“Siempre recuerdo que decían que un rato antes del hecho, habían pasado niños de un jardín por esa cuadra, y la desgracia podía ser peor”, recordó la comerciante. Esos niños ahora son adolescentes. Además de nuevos locales y fachadas renovadas, la cuadra se pobló de inquilinos nuevos. Un arbol nuevo fue plantado junto al local de Mirta. Las estaciones y las cosas, tienen movimiento.
La atención desde la carpa blanca en el silencio de la noche
Tras conocer el desastre, Sandra Bonfanti habló a las autoridades de Salud Mental municipal poniendo a disposición el Colegio de Psicólogos, porque entendió que además de las secuelas físicas que atenderían en salud, este tipo de catástrofes puede generar desorientación y otros traumas.
Ante la respuesta afirmativa de autoridades, en seguida se lanzó una convocatoria pública a psicólogos que quieran colaborar voluntariamente. Ella era entonces miembro de la comisión directiva del Colegio cuando fue la explosión y secretaria gremial, y fue quien coordinó la asistencia.
Se inscribieron alrededor de 300, y tras un repaso uno por uno sobre su nivel de disponibilidad, organizó contrarreloj un cronograma de atención dividido en dos locaciones: en la carpa blanca aprestada en Oroño esquina Salta, a metros de la zona cero, a disposición las 24 horas; y con un horario de 8 a 20, una oficina acondicionada especialmente, en la sede del Colegio, a cuatro cuadras de allí.
Estudiantes de la carrera de Psicología también querían ayudar, y como no tenían permitido atender siendo estudiantes, ayudaron atendiendo el teléfono en guardias permanentes, organizando la oficina y el cronograma de atención del dispositivo junto a Bonfanti.
Sin experiencia previa, porque no hubo en la ciudad suceso de esta magnitud, fue constituido en pocas horas el dispositivo de atención en emergencias. Y ante la falta de experiencia, Sandra entendió que era necesaria una formación previa a los profesionales, para lo cual llamó a Susana Sainz, psicóloga especialista en catástrofes. “Ella nos brondó rápidamente algunas herramientas de atención en emergencias a los psicólogos que íbamos a atender a los vecinos”.
Sainz se doctoró en Psicologia en la UNR con una tesis justamente en “Estrategias de afrontamiento del impacto emocional y sus efectos en trabajadores de emergencias”, diez años antes de la explosión de calle salta, 20 años atrás. Falleció en 2021.
El Colegio trabajó desde entonces en total coordinación con el área de Salud Mental del CEMAR, cuyos profesionales “no discriminaron si los asistentes tenían o no una obra social y los atendían de inmediato”, aseguró Bonfanti.
A lo largo de esas horas y días post estallido, se acercaban “los vecinos que lograron salir del edificio, familiares de víctimas, vecinos de la manzana entera que fueron evacuados, dueños de departamentos y comerciantes de la zona. Y de acuerdo a su situación se los derivaba”.
Por la carpa, las 24 horas a disposición, las guardias de a varios psicólogos aguantaron el invierno gracias a la “increíble la solidaridad de miles de vecinos y de empresas que constantemente alcanzaban panificación, comidas, agua, abrigos, o algo caliente. Eso fue contenedor para rescatistas y para nosotros”.
Inés Gnesetti es psicóloga psicoanalista, y fue una de las decenas de voluntarios que atendieron en las guardias nocturnas en la carpa de Oroño: “Fue disponerse en la urgencia ante algo inédito en la historia de la ciudad, y ante lo desconocido también”.
En la guardia que debían montar por la noche, Inés calificó como “indescriptible” la sensación que generaba el silencio total que requerían los rescatistas. “Era un respeto total que se respiraba, en expectativa de que encuentren a cada vecino, en una de las zonas más concurridas como es el bulevar Oroño y Salta”, recordó.
El dispositivo se desarrolló durante las semanas que duraron los rescatistas y bomberos en su operativo en la zona del derrumbe. “No había experiencias anteriores. Nos encontró en la función social que debíamos tener como institución para dar la mejor respuesta posible a los vecinos y familiares, y nos sorprendió la cantidad de colegas que se acercaron para ver qué podían hacer”.
Consultadas sobre cuántas personas se atendieron, Inés y Sandra aseguraron que no eran tantas pero que “todas ellas requirieron tal acompañamiento que algunos tuvieron muchas consultas en esos días, o incluso varias consultas en un mismo día”.
Para Gnesetti, que trabajó durante noches en la carpa, “era de vital importancia contener a los familiares que se acercaban, que algunos vivían ahí, salieron a hacer un mandado y su vida se dinamitó explícitamente. Fue disponerse en la urgencia ante algo inédito en la historia de la ciudad, y ante lo desconocido también. Trabajamos al lado de bomberos y paramédicos, y lo que se veía era terrorífico”, aseguró.
En cambio Sandra Bonfanti lo vivió desde la mirada operativa: “Mi función se centró en el armado del cronograma de guardias, en dialogar con las autoridades, y en buscar una supervisión a los colegas que atendían, que relevaban cómo atendían. Varias psicólogas de la UNR hicieron esa supervisión. Cada noche nos reuníamos para saber cómo salió la jornada”.
La incertidumbre en la espera y los síntomas recurrentes
En esos días la situación era de incertidumbre total porque “quienes tenían a alguien desaparecido, aun tenían cierta esperanza de que esté vivo porque se fue a algún lado desorientado, o estaba en el trabajo, o sobrevivió a los escombros”, dijo Inés. En esas horas, fallecidos y vecinos que aun estaban en su jornada habitual eran, para sus seres queridos, por igual de “desaparecidos”. Un concepto con significante histórico idéntico al que el propio dictador Videla calificó.
En la atención de la carpa, Inés aseguró que los síntomas eran similares a un efecto de guerra, “porque el estado de shock post traumático es similar al de las catástrofes. Yo tuve la oportunidad de atender a ex combatientes de Malvinas, y fueron síntomas similares de desorientación sobre dónde estaban ni a dónde dirigirse. Los que vivieron el silbido y la detonación fue un estado de shock y parálisis”.
Justamente en un caso, aunque Sandra no tenía un rol de atención directa, recordó que le tocó atender telefónicamente a una empleada que sobrevivió al estallido y perdió el sentido de orientación: “Atendí a una señora que era doméstica de unos vecinos, y quedó aturdida del estallido. En la carpa le dieron mi celular institucional y le indicaron que se acercara al CEMAR a atenderse, pero ella no se ubicaba, estaba perdida. Entonces yo la iba guiando, 'caminá hasta plaza San Martin..', y la acompañe telefónicamente porque no podía reconocer las calles”.
Inés recordó que una de las personas que vivía en el edificio de Salta 2141 y que asistieron en la carpa le contó años después al cruzarla que no puede permanecer mucho tiempo en edificios en altura porque piensa que se puede explotar. “Ingresaba en cualquier edificio y se sentía asfixiada y no podía permanecer mucho tiempo ahí”.
Consultadas las dos psicólogas sobre cómo observan el trauma social y el duelo que generó la tragedia, coincidieron que “es una huella que no está, está latente, fue un hecho paradigmático porque se trató de la mayor tragedia, que se llevó 22 víctimas”.
Según Inés: “La marca que dejó en lo simbólico es ineludible. Dejó un significante plasmado en la sociedad. Las personas tenemos tendencia a olvidar las situaciones traumáticas, pero esto quedó por lo inédito. Todos conocíamos a alguien, o recordamos lo que hacíamos cuando ocurrió”. Y Sandra agregó: “Hoy decis la palabra 'explosión' y todos pensamos en Salta 2141, y cualquier problema con el gas nos remite eseguida”.
Sin embargo el trauma es singular a cada uno, aclararon: “No pensamos cómo opera el duelo en lo colectivo porque el abordaje siempre es singular a la vivencia de cada persona. Y de acuerdo a su pérdida, no es lo mismo quien perdió su casa entera, quien fue herido, o quien perdió a un ser querido”.
Sandra finalmente comparó: “Aplicamos la experiencia para abordar esa contingencia de la mejor manera posible ante cada sujeto, una situación única para cada persona. Estaban los damnificados y nosotros los atendíamos, no fue asi en la pandemia, que pensamos aplicar el dispositivo de emergencia, pero éramos todos damnificados. Yo atendía, y también tenia un miedo tremendo a morirme, me enfermaba”.
Ines agregó entonces: “Lo desconocido era lo estresante, un virus nos encerró un año. Yo trabajé con los médicos y enfermeros a libre demanda porque ellos eran los que atendían en la primera línea. En calle Salta algunos tenían su familia, se fueron a hacer una compra y su vida se dinamitó”.