La pareja que vive al final del pasillo dio una fiesta en diciembre en su terracita. Tan cerca de la mía que en medio de la madrugada llegaron ruidosos los sonidos de festejo. A la mañana siguiente, él pidió disculpas pero con una sonrisa. Contó que se trató de la despedida que los amigos les habían organizado porque emprendían los dos un viaje por Sudamérica de unos 6 meses. Habían cerrado su negocio y prestado su casa a unos parientes. "Si no lo hacemos ahora...", dijo para justificar la aventura.

“Ahora o nunca”, se suele decir, se suele escuchar. Pero ¿cuáles y cuántas son esas cosas que hay que hacer ya mismo? ¿Qué es lo impostergable, lo imprescindible, la inevitable acción en un momento de la vida? Los vecinos ya debían estar distantes de la rutina rosarina el lunes después de Navidad cuando gran parte de la provincia de Santa Fe se inundó. Más lejos aún cuando, quince días después, volvió a suceder. Nunca más cierto lo de sobre llovido, mojado.

Conmovidos, los que quedamos secos, vimos por los medios de comunicación a los inundados en escenas muy parecidas a las de películas catástrofe, donde el mar se traga la tierra por el calentamiento global. La capacidad de sensibilidad no impidió que en vez de surgir el asombro, naciera la indignación. Notas periodísticas, muy pero muy similares, se habían hecho hace menos de un año, en abril de 2016.

Si hay memoria, hay que saber que la provincia se inundó entonces y como aquella vez, como si se tratara de una misma grabación, surgieron los cruces entre los gobiernos nacional y provincial por la responsabilidad del caso. Durante el lunes y el martes pasados, la discusión fue por la competencia de las obras: habló el gobernador Lifschitz, habló el presidente Macri. De uno y otro lado se reprocharon falta de fondos, ausencia de proyectos, escasa idoneidad, demasiada agua caída y mucho suelo sojizado. El miércoles, con la tierra más seca y cientos de evacuados intentando retomar sus ritmos de vida, los cruces se circunscribieron a la interna del Frente Progresista con bajas radicales mechadas con acusaciones por las obras que nunca se hicieron y que de haberse concretado acaso hubieran modificado el panorama.

Más allá de los enfrentamientos políticos, la situación dejó expuesto que la gestión en materia hídrica ha sido postergada o bien no fue ejecutada en los plazos necesarios, teniendo en cuenta el avance de un clima cada día más tropical en la región. ¿No se trataba de una acción impostergable, esencial para los habitantes? ¿O se entendió que existían otras prioridades? ¿No tendrían que haberse anticipado a nuevas tormentas sabiendo que iban a desatarse?

¿Cuándo es ahora o nunca para un gobierno?

La misma lluvia hizo enorme el caudal del arroyo Saladillo que de tanto pegar y chocar contra los márgenes corrió la cascada volviéndola sumamente peligrosa. En 2010 el avance de una obra provincial para ponerle coto fue frenada en la Justicia por vecinos bajo razones supuestamente ambientalistas. Desde entonces, nada más se hizo para frenar su movimiento y ahora, con decenas de familias en peligro y una cercanía intimidante de la cascada al puente Ayacucho, recién ahora, se empiezan a poner en debate alternativas para que el agua no llegue al cuello de nadie.

Llegar tarde no tendría que ser una forma de gobernar aunque se matice con asistencia, presencia en el lugar y lamentaciones. Si de una tormenta a otra pasaron 10 meses y los escenarios son parecidos, ya no vale ninguna chicana política ni el pataleo por lo que no se hizo. Esas tensiones no hacen más que dilapidar un tiempo preciado a los que realmente se sienten ahogados, esos que cada mañana miran el cielo con miedo y angustia.

Pareciera que el camino está trazado, que se conocen las obras que podrían al menos suavizar los embates de un clima en extremo inestable y que el dinero, más tarde o más temprano, se puede conseguir. Pero son esas otras tormentas, azuzadas por vientos de mezquindad, las que son imposibles de parar.